Wednesday, February 16, 2011

¡Música, maestro!

Al principio les producía nauseas, vomitos y malestar durante las noches pero, poco a poco, se habituaron al horrible y putrefacto hedor de los cadáveres. En algunas ocasiones, por entre las ramas de las florestas por las que caminaban, entreveían las montañas de cadáveres ardiendo y escuchaban los llantos desesperados de los supervivientes.
Por fortuna, los Lamat detestaban la noche, pero para Lyr, Yume y Anie de cada vez se hacía más agotador y peligroso buscar un refugio seguro para guarecerse durante el día sin ser vistos (sobretodo para Anie, la cual aún arrastraba molestias en su pierna izquierda). Algunas veces habían tenido que volverse a enfrentar a los monstruos, pues algunos quebrantaban su hábito estrictamente diurno.

Y aquél atardecer era una de aquellas veces.

-Esta noche tenemos compañía - sentenció Lyr, con tranquilidad, hoteando la oscuridad del bosque con ojos entecerrados - ¡Chicas! ¡Ha llegado la hora de hacer algo de deporte!

El joven desenvainó su oscura y larga espada y, a su lado, Anie hizo lo propio con la suya.

-Yume - la morena miró a su amiga por el rabillo del ojo, el ceño fruncido - Desenvaina y pon en práctica lo que te he enseñado estos días. ¡Y no me pongas excusas!

Yume sentía cómo su cuerpo temblaba de forma violenta, como un brote de cebada azotado por un viento huracanado.

-Eh...yo...no soy buena con e...estas cosas. So...sólo sería un estorbo... - de su boca escapó una breve carcajada poblada de nervios - ¡Hasta ahora os la habéis apañado muy bien sin mí!

-Venga va, no seas testadura. Haz lo que mamá Anie dice - intervinó Lyr, con una media sonrisa.

-¡Te voy a dar yo mamá Anie cuando despachemos a estos Lamat...! - la morena atravesó al joven con la mirada, mientras blandía la espada dispuesta hacia dónde habían escuchado los aullidos y alaridos de los monstruos que de cada vez se hacían más audibles.

Hambrientos de sangre humana, los Lamat no tardaron en hacer acto de presencia: 4 de ellos aparecieron ante ellos, desde la espesura, sus cuerpos retorcidos y babeantes y sus ojos oscuros, pequeños e inexpresivos fijados en ellos. Cada uno de ellos era diferente del otro: uno de ellos tenía numerosas patas con pezuñas repletas de largos pinchos que parecían puñales y una cabeza negra y peluda, mientras que los otros 3 tenían forma humanoide y desproporcionada, cada uno con una desproporción distinta.

Al ver y sentir a los humanos, empezaron a aullar con gritos que casi les ensordecieron.

-Ahí tenemos al cuarteto de cuerda - bromeó Lyr, con una calma pasmosa - Estarán ansiosos en enrolar en sus filas a nuevos músicos.

Anie sintió cómo la sangre le ardía en su interior y sonrió, de forma sarcástica.

-No me agrada verme envuelta con músicos tan mediocres que, además, se sienten con legitimidad para escoger a otros músicos . apuntó, tal y como hacía Lyr, a uno de los monstruos con su espada, desafiante - Deberemos enseñarles a tocar mejor.

Yume estaba tan aterrorizada que sentía cómo si sus piernas hubieran sido plantadas en la tierra echando raíces.

-So...¡Són cuatro! ¡Cuatro! ¡Tenemos que huir de aquí! ¡No...nos matarán!

Sin embargo, en contra de lo que ella se esperaba, los Lamat desaparecieron cada uno por un lado distinto de la espesura y sin apenas hacer ruído a pesar de su imponente tamaño.

Yume sintió cómo su corazón le daba un vuelco.

-¡¿Qué hacen?!

Anie suspiró, negando con la cabeza.

-Ayer te lo volví a recordar. Los Lamat jamás atacan de frente cuando lo hacen en grupo.

-Tienen un sentido de la lucha muy práctico - la secundó Lyr - Además, al fin y al cabo son seres feéricos. Temen a lo desconocido. Y para ellos los desconocidos somos nosotros y también seres temibles y violentos, capaces de cometer las mayores brutalidades. Y en esto no se equivocan en absoluto.

-Yume - Anie compuso un semblante serio, concentrado - Desenvaina tu espada, ponte de espaldas a mí y, al mínimo movimiento que sientas en frente tuyo, ataca con todas tus fuerzas. Y si les das un buen susto con un grito para acojonarlos, mejor.

-¡¿A...acojonarlos?! Pero si ellos son...

Como si hubieran notado el miedo de la rubia, los Lamat, sin previo aviso, atacaron desde 4 lados hacia dónde ellos se habían parapetado, espalda contra espalda. Y a Yume se les resbaló la espada por la impresión.

-¡Música maestro! - gritó Lyr, sus ojos, antaño grises, transformados en dos brasas encendidas, dirigiéndose hacia el primer Lamat que había vislumbrado, atacándolo con un gran impulso. Anie, al mismo tiempo, hizo lo propio dando un grito desgarrado que parecía provenir de una bruja maléfica.

El caos.

Yume vio cómo el monstruo más terrorífico de todos, el de las múltiples patas y la cabeza peluda y enorme, se dirigía hacia ella con rapidez eléctrica, sus brazos repletos de largos pinchos. ¡Ya era mala suerte!
Se acordó demasiado tarde, que, momentos antes, había dejado caer su espada. Sí, su espada, único vínculo entre su vida y la muerte.
Aquél ser gigantesco arremetió contra su cuerpo y la lanzó varios metros hacia atrás con un duro golpe de su peluda cabeza, hasta que se estampó contra un roble, dejándola inconsciente durante unos segundos.
Su mirada se volvió borrosa, ya fuera por el golpe que había recibido en la cabeza, o por la sangre que brotaba desde su frente por todo su rostro.

No, no moriría allí, estaba convencida. No de aquella forma tan patética, estando tan indefensa.

Buscó con mirada desesperada a sus compañeros, a ambos lados, pero estaban enzarzados en una intensa y encarnizada lucha. Parecía que danzaban.

La danza de la muerte.

De repente, sintió cómo si algo le hubiera partido el brazo en dos, por la altura del codo, y, al mismo tiempo, sintió cómo si le estuvieran sacando las entrañas por el abdomen, mientras se sentía literalmente clavada al tronco del roble. Por unos momentos el dolor era tan intenso que deseaba morir antes de seguir padeciendo aquel tormento. Ni siquiera sintió las lágrimas que caían sobre sus mejillas ensangrentadas.

Efectivamente, el Lamat la había ensartado contra el árbol, con sus enormes puñales.

Era el final.

Siguió llorando, unas lágrimas cargadas de dolor y de miedo.

Todo se oscureció, una negritud que asesinaba cualquier vestigio de luz que tuviera la osadía de entrar en ella.
Ya no sentía dolor, ya solamente deseaba una calma infinita. Y, cuánto más la deseaba, más rabia e ira sentía.

-"¡Recuerda! ¡Recuerda la sangre derramada de tus padres! ¡Haz que el dolor renazca sobre las cenizas de la pérdida!"

Súbitamente sintió cómo si se hubiera convertido en uno de aquellos Lamat: despropocionada, monstruosa, fea e insensible. El deseo de la sangre ajena, la venganza. Los frutos de la ira creciendo gracias a un dolor que ya no era ceniza: era una hoguera que incendiaba todo su ser, colmándola.

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-¡Anie! ¡Han herido a Yume! ¡Rápido, hay que ir a por ella!

La morena no pudo escucharle, puesto que se encontraba enzarzada, lejos de ahí, en una vertiginosa lucha con dos de aquellos monstruos.
Lyr, mientras alternaba sus tajos de espada con piruetas para esquivar los ataques de los un Lamat que quería acabar con él, vio, con el rabillo del ojo, cómo uno de los monstruos atravesaba con sus afilados espolones a Yume por el abdómen y el brazo.

-¡No! ¡¡Noooooooo!!

El joven se lanzó a ciegas hacia el monstruo contra el que luchaba, empujándolo con todas sus fuerzas hacia un lado, y, sin pensarlo, se abalanzó hacia el Lamat que había atacado a la joven. Con un fuerte grito de rabia, alzó su espada con toda su alma y partió al monstruo en dos, el cual chilló con un grito tan agudo que creyó que su cabeza la explotaría. Le había atacado con tal ímpetu que cayó al suelo rociado con la sangre azulada del monstruo, que brotaba como una fuente de su cuerpo mutilado y moribundo.

Su siguiente pensamiento fue levantarse, ir a proteger a Yume, hacer cualquier cosa para salvarla de aquel infierno. Pero, justo cuando se incorporaba entre profundos resoplidos, el Lamat al qué había empujado para poder eliminar al otro con rapidez, se abalanzó sobre él con un alarido airado, quizá inspirado por la muerte de uno de sus congéneres. El joven empezó a rodar por el suelo, evitando las poderosas garras que amenazaban con destrozarle pero, con el ímpetu del ataque anterior, su espada se había quedado profundamente insertada en el otro Lamat. Tampoco podía rodar hacia un lugar seguro en la floresta para contraatacar, pues no quería dejar sóla a Yume, a merced de aquel monstruo.

-¡Lyr! ¡Yume! ¡Ayudadme! ¡Rápido!

La entrecortada voz de Anie se filtró, como un viento siniestro, entre las garras del Lamat que no le permitían levantarse del suelo.

Y, precisamente, fue esa voz desesperada lo que le hizo bajar la guardia.

Un golpe sordo contra el costado le hizo perder el aliento, y advirtió que, súbitamente, el Lamat se había quedado inmóvil, sus fauces abiertas hacia él, babeantes, y juraría que escuchó una ronca y tétrica carcajada que nacía desde el interior de su garganta.

-¡Lyr! ¡Estoy contra las cuerdas y mi pierna ya no aguanta más! - la voz de Anie ya empezaba a quebrarse por el llanto.

Era el final.

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-¡Mátame ya, maldito hijo de puta! - gritó Lyr, al observar cómo el monstruo permanecía inherte sobre él, sus garras aprisionando violentamente su pecho y sus fauces abiertas. El cuerpo de aquel monstruo le tapaba todo el campo de visión y solamente era capaz de verle a él. Pero ya no importaba. Lo último que vería en su vida era un monstruo desproporcionado y terrible que estaba a punto de mutilarle.
Al cabo de unos segundos, sin embargo, notó que algo no encajaba: los ojos de los Lamat eran inexpresivos y oscuros, pero sin duda en aquél pudo observar una extraña niebla que los nublaba.

La niebla de la muerte.

Con rapidez se deshizo de sus garras y, cuando consiguió escapar de allí, poniéndose por fin en pie, el Lamat cayó a su lado como un saco roto.
¡Anie! ¡Era Anie quien lo había asesinado, estaba convencido! Así se había vengado de la humillante derrota que le habían inflinjido varios días atrás y que le había costado una desagradable cojera.

Cuando empezaba a pensar, de nuevo, en volver hacia dónde se hallaba Yume recostada contra el árbol y malherida, lo que vio le dejó petrificado y sin habla:
sobre la bestia, de cuclillas, se hallaba Yume, cubierta de una mezcla entre su sangre y la del Lamat de pies a cabeza. Su espada había atravesado y destrozado la espina dorsal del monstruo y, mientras empuñaba la mortal arma, sus labios empezaron a dibujar una sonrisa siniestra, temible.

Terrorífica.

Sus ojos azules se fijaron en el joven durante un instante y, en aquella mirada, no vio ni siquiera un solo destello de humanidad. Sus pupilas se habían contraído y estrechado, y sus cabellos rubios, único vestigio de la Yume que conocía, encuadraban aquel rostro psicótico que jamás antes había visto en un ser humano.

Sin esfuerzo aparente, Yume tiró de la espada y la arrancó del cuerpo del Lamat, dejando riadas de sangre sobre el monstruo feérico. Gotas de la sangre del monstruo la rociaron, y también llegaron al rostro de Lyr, y la rubia, sin mirar atrás, se dirigió con una rapidez sobrehumana y felina hacia la desesperada lucha que mantenía Anie con los dos Lamat, perdiéndose en la floresta.

Lyr se pellizcó en la mano y cerró los ojos con fuerza, para luego abrirlos y palpar con tacto obsesionado el cadaver del Lamat que había estado a punto de matarlo.

No. Aquello no podía ser real.

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Anie había iniciado la lucha como había planeado: se abalanzó sobre uno de los Lamat, apenas dejándole tiempo para reaccionar, con un grito bélico bien calculado. Además, había conseguido abrirle una profunda brecha en su deforme brazo que le colgaba hacia el tobillo. Como una bailarina, empezó a esquivar todos sus ataques y, luego, cuando menos se lo esperaba, volvía a propinarle otro tajo con su espada.
No, aquella vez no cometería ningún error, a pesar de las molestía que seguía sintiendo en su pierna. Daba por seguro que la estrategia de aquellos monstruos se repetiría: cuando uno estaba herido, otro venía rápidamente en su ayuda para nivelar la lucha.

Y así fue.

Uno de los dos monstruos que luchaban contra Lyr se volvió contra ella, ayudado con grandes saltos.

Sonrió, satisfecha.

-Vaya, vaya, Lyr - se dijo a sí misma - Resulta que, a pesar de las apariencias, no eres su mayor amenaza.

Corrió directamente hacia un roble e hizo creer a los Lamat que se hallaba acorralada y, cuando los tuvo a ambos encima profiriendo gruñidos iracundos, se dio impulso contra el tronco y saltó sobre la cabeza del monstruo que había venido en la ayuda de su congénere, propinándole un certero tajo sobre la altura del hombro.
Ambos monstruos estaban heridos, desconcertados, y era cuestión de tiempo que acabara convirtiéndolos en cadáveres, en estiercol para la tierra.

Pero la sonrisa de triunfo de su rostro fue tan efímera como una flor en un desierto de hielo.

- ¡No! ¡¡Noooooooo!!

La voz de Lyr, que transpiraba miedo y desesperación, la hizo trastabillar cuando se disponía a darle el golpe de gracia a uno de los Lamat. Y, entonces, perdió el equilibrio.

-¡¿Qué...qué te ha pasado Lyr?! ¡Responde!

Pero bastó con una breve tormenta de incertidumbre para que los Lamat se aprovecharan de su momento de flaqueza: entre ambos la aplastaron con violencia hacia el suelo con sus pesados cuerpos.
Empezó a esquivarlos lo más rápido que pudo, rodando por el suelo, usando su espada como escudo protector pero, para su desgracia, sintió cómo su maltrecha pierna ya no le respondía. El dolor apenas le permitía reaccionar. Un dolor punzante, insoportable.

Gritó, mientras se debatía entre la vida y la muerte, grito para que Lyr y Yume vinieran en su ayuda, sin ya importarle el orgullo y sintiendo el salado sabor de las lágrimas que se concentraban en la comisura de sus labios.

Otro golpe.

Su espada salió disparada de su mano ensangrentada. Escuchó a alguien corriendo hacia los Lamat, o eso creía, pero ella sabía que eran imaginaciones suyas creadas por el miedo que tenía de sufrir, de morir de aquella forma tan macabra. Eran esperanzas cercenadas por su propio egoísmo y por su orgullo.

Tumbada en el suelo, incapacitada, derrotada, esperó el golpe de gracia que la liberara de todo aquel dolor, más emocional que físico, de toda humillación y de culpa.
Uno de los monstruos cayó sobre ella, con todo su peso, sintiendo así cómo su pecho parecía hundirse hasta las entrañas de la tierra.
Giró su cabeza a un lado, ávida de escupirle antes de qué le matara: un último coletazo de su orgullo.

Y entonces la vio, como una aparición, como el recuerdo de una pesadilla: una joven rubia que, ejecutando una danza mortífera, rebanaba, con su espada, los miembros de los monstruos a una velocidad inusitada, moviéndose en círculos unas veces, y , otras, saltando sobre ellos entre gritos de júbilo, de locura absoluta. Aquello era un ballet. Un ballet interpretado en el infierno.

-¡Música, maestro!

¡Era Yume! ¡Era su voz! No, no podía ser. Aquello era imposible. Aquella no podía ser Yume.

Cubierta de sangre, hasta el punto que su rostro ya era irreconocible, la rubia, cuando ya había conseguido despojarles a los monstruos de todos sus miembros excepto la cabeza, se las rebanó con tajos rápidos y precisos. Una vez lo hubo hecho, siguió descuartizándolos entre carcajadas inhumanas, sin piedad.

-¡Música, maestro!

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