Friday, August 19, 2011

Solitario Viaje


Nuán estaba acostumbrado a viajar de noche.

En sus días de juventud, cuando había recorrido cientos de kilómetros con su banda a través de Espiral, muchas veces tenía que viajar de noche para cubrir las grandes distancias entre un pueblo y otro y, así, llegar a tiempo a las actuaciones. Pero en aquellos tiempos, los Lamat no amenazaban con asesinar a todos los humanos que se encontraran en su camino, ni tampoco existía una Orden que quisiera subyugar al resto de Órdenes con incontables batallas fraticidas.
Lo primero que había hecho al empezar su viaje hacia las lejanas cuevas de Türa, fue desprenderse de las togas de seda que llevaba en su jubón y rompió y ensució con barro, a propósito, la que llevaba encima, para que no supieran nada de su orígen ni de su estatus social. Entonces, en un mercado de un pueblo arrasado por la miseria y por la guerra, compró ropas de viaje desgastadas para su largo viaje.

Durante su época itinerante, también había aprendido que pasar desapercibido y no llamar la atención era la mejor opción. De hecho, era preferible parecer un vagabundo que viaja por obligación y sin rumbo alguno, que parecer un viajero que lo hace por placer o por un objetivo concreto. Se dejó crecer la barba durante los primeros días de viaje y, cruzando frondosos bosques y llanuras solamente bañadas por la Luna sin nadie más alrededor, se dejó guiar por las estrellas, como había hecho antaño.
Pero no había tiempo de recrearse con paisajes, cascadas ni riachuelos que engalanan valles. No, mientras los aullidos y los terroríficos gritos inhumanos de los Lamat siguieran superponiéndose a los trinos de los pajaros y al ulular de los búhos.

Tenía que darse prisa, valerse de su astucia a falta de fuerza.

Al cabo de una semana de viaje ya sabía cómo esquivar a los Lamat de una forma satisfactoria. Por una extraña razón, los monstruos feéricos rehuyen los bosques si les es posible. Nuán primero se situaba mediante la disposición de las estrellas en un claro de una floresta, y luego se internaba en los bosques, tratando de no desviarse demasiado. Y por los pueblos que se iba encontrando y el estilo de vegetación de los alrededores, sabía que iba en buen camino.
Y, en aquellos momentos, se hallaba ante una pequeña hoguera que había encendido con su yesca y pedernal, escondido en una cueva natural que había encontrado oculta entre unas ramas.
Miraba cómo las llamas danzaban ante él con sus ojos fijos en ellas y, de repente, sintió una fuerza interior que estuvo apunto de combustirle el alma por entero. Y justo después asomó en sus labios una sonrisa, mientras se tumbaba sobre la hierba y observaba las estrellas que se entreveían entre las ramas y las rocas de la cueva.

Desde que había dejado la banda de "Los Decandentes" después de la falsa muerte de Mirta, su amor platónico, se había ocupado durante años en tratar de ayudar a los demás, y de ser útil a los demás sin renunciar a sus principios. Lo intentó en dos ocasiones, y en las dos había fracasado. Primero como miembro de la Órden de Húlen, luego como director de la Escuela de Fortaleza y finalmente como profesor de Leyendas en Firya. Conflictos de intereses, una marioneta de Agros y finalmente, un paria social apartado de todo. Arrastrado por todas esas circunstancias, había terminado siendo un muerto en vida, un autómata, alienado de sí mismo.

Tumbado sobre la hierba, su corazón empezó a bombear con rapidez mientras recreada su reencuentro con Mirta, la mujer que había amado, amaba y amaría por siempre. Se le hinchó el pecho de algo que no se puede explicar con palabras, que solamente se explica con silencios.
Su falda como olas de un mar embravecido, danzando con un viento huracanado mientras le sonría y le animaba a seguir adelante, con una sonrisa maliciosa. "¡Te has quedado dormido! Y actuamos en menos de 3 horas! ¡Estamos a 50 km grandullón!"

Otro aullido de Lamat, y gritos lejanos y desesperados. Fuego. Lamentos.

Pero no pierde su sonrisa. No, esta vez quiere mantener su corazón caliente, repleto de aventuras que puede que nunca empiecen. Pero...¿Qué más da? Le apetece soñar, hace tiempo que no puede satisfacer ese capricho por siempre irrealizado que hierve en su interior.

"No podré actuar, no...me he quedado sin voz" - decía Mirta, sollozando, justo antes de una de aquellas actuaciones. Y cuando eso pasaba no la abrazaba, solamente le sonreía con su mirada tranquila y calmada, y empezaba a tocar algunos acordes sencillos.

"No pienses en el concierto, piensa que estamos en medio de un campamento"

Y, de repente, su cristalina voz, grave y entrecortada al principio, enmudecía montañas y valles, pinturas y palabras. Y su corazón empezaba a sobrevolar toda duda y miedo, y era capaz de arrasar cualquier muralla, cualquier frontera.
Le abrazaba, efusiva, susurrándole un "te quiero" en el oído, que le dolía más que cualquier palabra de odio que ella hubiera pronunciado.

Eran otros tiempos, otros sentimientos, otros colores y aromas.

Debería sentirse triste, desesperanzado, asustado. Pero en cambio sentía como si el paréntesis abierto desde la disolución del grupo se hubiera cerrado y hubiera vuelto a la juventud. En medio de toda aquella tragedia quería cantar, bailar, ofrecer música a los demás. ¿El caos le había devuelto la cordura, o la locura?
Por el rabillo del ojo creía haber observado unas luces azules que vibraban entre los árboles. Decía una leyenda que cuando los Lamat asediaban Espiral, los espíritus de la naturaleza conspiraban con ellos para hacerles más fácil el trabajo, haciendo que el viajero perdiera la razón, la orientación o haciendo que se quedara atrapado en un laberinto del cual es imposible salir.

Nuán se levantó y miró nuevamente a las estrellas. Recordó a su siempre servicial Kiu, su discípulo, a Nyana, la niña que le había amado de forma platónica. Y desde Täurion, su memoria se desplazó hacia Fortaleza, volando sobre Lyr, con esta alma inquebrantable del color del ocaso, volando sobre Solfska y su fuerte e improvisada magia y alegría, sobre Ichiro, Yume, Anie, y todos cuantos se habían rebelado contra un destino tan desfavorable, fueran humanos o feéricos. Pues esa era una guerra en la cual los diferentes, los bizarros, extraños y misteriosos deberían cambiar el curso de este gigante que lo devoraba todo a su paso. ¿Qué era verdad y mentira en todo aquello que sucedía? No le importaba. Había confiado a unos niños el legado que había recopilado durante tantos años y estaba convencido que solamente ellos podían cruzar las montañas y, por fin, cambiar a la humanidad y también al mundo feérico, alejándolos de toda barrera moral.

¿Y por qué ellos? No, no eran unos Elegidos. Simplemente, confiaba en ellos.

Él había pulsado una tecla que nadie antes había pulsado y ahora ellos debían interpretar esa melodía que él había esbozado.
Un escalofrío recorrió su espalda, un escalofrío gélido y a la vez abrasador. Tenía unas ganas ingobernables de subirse a un árbol y gritar a los cuatro vientos: "¡Hay tantas Órdenes como personas en el mundo!"

Y otra vez Mirta, como una maldición que persigue con su hechizo cualquier pensamiento. Su menudo cuerpo entre las ramas, abierto como una flor, con su oscuridad que espanta hasta a las estrellas que, sin nubes ni tormentas, se creían a salvo.
Y, de repente, los ojos negros de ella se convirtieron en dos piedras de lapislazuli. Dos piedras tan refulgentes que le dejaron ciego por unos instantes. No podía ver nada, solamente sentía cómo algo con una fuerza descomunal le retorcía el cuerpo de arriba a abajo y, literalmente, lo estiraba y lo encogía a su voluntad. Cuando recuperó la vista, ya no se hallaba ante el rostro de su amada, sino rodeado por unas serpientes azuladas con forma de espiral que se retorcían entre ellas, devorándose las unas a las otras. Por mucho que trataba de huir de aquella escena, no hacía más que quedar más y más atrapado en aquella terrible enredadera de reptiles.
Las serpientes, de cada vez menores en número pero más poderosas, le empujaban por encima de las árboles y pronto se encontró flotando sobre unas montañas nevadas y brumosas, a través de las cuales solamente podía entrever una abismal oscuridad por una estrecha hondonada. Ni siquiera el Sol naciente era capaz de penetrar allí dentro. Todas las serpientes ya se habían devorado la una a la otra y solamente quedaba una sola, una de tal tamaño que su cuerpo estaba enroscado alrededor de los Tres Mundos.

Ante Nuán, se hallaba su cola y su gran cabeza, con las fauces abiertas, y unos ojos que cambiaban de color con la rapidez que se tarda en parpadear. Él estaba tan aterrorizado que sentía cómo si toda su energía se hubiera drenado y ya fuera incapaz de sentir terror. Y, sin embargo, estaba aterrorizado...

La serpiente le engulló.


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Era de noche. Sentía su cuerpo empapado, tumbado sobre una hierba que desprendía un dulce y agradable aroma. Una débil y reconfortante lluvia hacía que todo a su alrededor reviviera, que latiera bajo el influjo de una magia invisible, pero que podía percibir en cada hoja de cerezo que caía sobre él, adornada por la lágrima de una nube. La luna llena era un fino manto transparente que lo envolvía todo con su etéreo y misterioso tacto.

Y, en efecto, se hallaba rodeado por un gran bosque de cerezos que se iba deshojando lentamente, como un ritual, en plena primavera. Se incorporó sobre sí mismo, sentándose sobre la hierba cubierta de hojas rosadas y mojadas, y miró a su alrededor, sorprendido y a la vez repleto de excitación. No recordaba nada. ¿Quién era? ¿Qué era aquel lugar?
Entonces, algo hizo que el ambiente vibrara con otro tipo de energía, unas risas apagadas, unos ágiles pasos bajo la lluvia de aquí para allá, furtivos, secretos, siguiendo el ritmo de la lluvia, de las hojas, de la brisa.
Se levantó, hipnotizado por aquel huracán de sensaciones, y se dirigió hacia el origen de aquellas risas, de aquellos pasos acompasados, de aquel silencio hecho ruido.

Se escondió tras unos matorrales que crecían entre dos cerezos y observó lo que estaba ocurriendo en el enorme claro que se abría ante él. Y lo que vio le dejó sin aliento, petrificado, ausente de sí mismo y, a la vez, tan repleto de sí mismo que rebosaban mares de sensaciones desde su alma. Su corazón se aceleró, sus pupilas se abrieron como dos flores y sus manos se agarraron con fuerza a los matorrales, sin importarle que alguien le escuchara.

Al principio solamente vio dos luces vibrantes que, en ondas, se entremezclaban de forma majestuosa y graciosa entre los árboles que rodeaban el claro, al otro lado de dónde él se encontraba. Una se movía dentro del espectro de los rojos y la otra en el de los azules. Cuando se juntaban, dando vueltas en el centro como dos peonzas entrelazadas, una luz púrpura ascendía en espiral unos cuantos metros sobre el suelo y luego descendía con lentitud, en un silencioso abrazo. Poco a poco la luz de la Luna fue moldeando los dos cuerpos que habían estado rodeados por aquellas potentes luces, que ahora se disipaban en el aire, en la tierra o en los árboles.

Eran dos jóvenes. Un hombre robusto y de mediana estatura, de cabello corto y rojizo, y una joven de baja estatura, con sus cabellos castaños recogidos en dos largas colas que danzaban con el viento. Al instante, no sabiendo cómo, Nuán supo que se trataba de una joven feérica.
Iban ambos desnudos y se besaban, apasionados, en los labios y en el cuello, mientras, entre risas casi imperceptibles, se palpaban el cuerpo temblorosos, con curiosidad, como dos niños que descubren la sexualidad por primera vez.
Nuán, entonces, abrió los ojos entre sorprendido y divertido. El joven humano, con una erección tremenda entre sus piernas, adoptó una pose calmada y algo solemne en el centro del claro, con una sonrisa esbozada en sus labios. Extendió su mano derecha hacia la feérica, con el gesto universal de invitarla a bailar. Ella sonrió, con un leve y coqueto gesto de asentimiento, agarró con su mano la mano del humano, y empezó a dar vueltas sobre ella misma sobre la punta de su pie izquierdo, mientras mantenía plegada su pierna derecha sobre la izquierda, el pie sobre el muslo.

Mientras ambos bailaban, desnudos, con pasos lentos y sensuales bajo la luz de la Luna, Nuán empezó a escuchar una música al principio lejana y casi imperceptible. No se trataba de ningún instrumento ni de ningún canto. "Tu-tu-tum; tu-tu-tum...", el continuo y constante ritmo de las gotas de lluvia cayendo sobre los charcos que se habían formado por todo el claro; los árboles balanceados por el viento "fuuu-fuuu-fuuu", de notas graves y profundas; y el ulular de los búhos, como un antiguo canto que es la esencia del sentir arcano de la noche, "uuh...lu-uuuh".
El humano levantaba a la feérica con ambas manos, como si ésta flotara, y le hacía dar vueltas al ritmo de aquella canción de la naturaleza. Se abrazaban y se separaban, se perseguían, se atrapaban, estallaban en carcajadas...siempre siguiendo aquel ritmo.
Sin apenas darse cuenta, poco a poco Nuán sintió como varios escalofríos recorrían su cuerpo como una tormenta descontrolada. Como hipnotizado, salió por fin de su escondite, y sintió unos deseos irresistibles de unirse a aquel baile.

Al verle salir de entre los matorrales, ambos se miraron asintiendo, como si estuvieran esperando su aparición, y luego, el humano abrazando a la feérica desde atrás, le sonrieron afables, divertidos y un poco maliciosos.

-"Despójate de tu ropa y de todo lo que te constriñe, y únete a nosotros" - susurraron, sin necesidad de hablar.

Nuán obedeció al instante y una a una empezó a despojarse de todas sus prendas. Se acercó a ellos mientras su paso se aceleraba siguiendo aquella música que lo rodeaba, que le empapaba. Sintió como si su corazón ya no latiera solamente en su pecho: todo latía dentro y a su alrededor. No existían dudas, miedos ni temores, solamente el deseo de unirse a ellos en aquella eterna danza que no tenía nombre y jamás lo tendría.
Justo cuando iba a incorporarse a la danza, la expresión de sus miradas cambió. Primero se miraron entristecidos, como si esperaran que algo terrible les iba a suceder y, luego, le lanzaron una mirada de compasión, una de esas miradas que te gritan "¡Detente!", sin palabras.
El humano penetró a la feérica con fuerza, de pie y desde atrás, y lo último que escuchó Nuán antes de volver a caer presa de las fauces de la serpiente, fue el grito de placer de la feérica que rompió la música en pedazos.

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-Los Lamat o el Este.

Aquellas eran las palabras que pronunciaban los comandantes de los ejércitos feéricos encargados de llegar a todos los humanos de Espiral hacia los Portales que los llevarían a un nuevo mundo en el Exilio: el Mundo Ordinario. Normalmente no encontraban ninguna oposición, puesto que la mayoría de los humanos habían quedado diezmados y empobrecidos por la guerra que se había producido entre los Reinos, y la única salida que tenían era el Exilio hacia un nuevo Mundo con nuevas oportunidades. Además, ya habían vivido en sus propias carnes la brutalidad de los Lamat, los cuales no tenían ningún límite a la hora de cometer genocidios y asesinatos.

Pero los refugiados de la Orden de Ciriol era diferentes, muy diferentes.

Durante un lustro, los supervivientes de la pacífica Orden se habían refugiado en las montañas y en los bosques, tratando de seguir viviendo sus vidas junto a sus familias (o lo que quedaba de ellas), a pesar de todo. Querían conservar su forma de vida, su lengua, su cultura y sus relaciones siempre fructíferas con los feéricos. No habían hecho nada para que no fuera así.

O eso creían.

-Los Lamat o al Este.

Esas fueron las gélidas palabras del feérico de altas dimensiones, tez oscura y ojos azules como un océano congelado. En su rostro no se podía entrever expresión alguna, más que la sombra del desprecio. A su espalda le seguían una serie de hombres armados hasta los dientes, que parecían temibles estatuas que, de la noche a la mañana, habían cobrado vida.
A él se acercó uno de los miembros de Ciriol, vestido con una túnica blanca, visiblemente contrariado por lo que acababa de decir el feérico. Al principio se le veía confundido, sin saber realmente qué decir, pero luego al conocer el destino que les esperaba, empezó a gritar y a llevarse las manos a la cabeza, mientras que sus familiares incordiaban al resto de feéricos que los habían venido a buscar.

-¡Lamat! ¡Lamat! ¡Pero nunca nos esclavizaréis!

Eso fue lo último que escuchó Nuán antes de qué su visión se volviera borrosa, y los sonidos se convirtieran en una amalgama de frases inconexas sin significado alguno que crecían y decrecían de volumen constantemente.
No veía nada, pero podía escuchar los alaridos y los gritos desesperados, inhumanos, de familias enteras siendo asesinadas y devoradas por los Lamat.
Nuán sintió cómo en su mejilla caían unas lágrimas calientes como la lava, alimentadas por la tristeza y sazonadas con rabia.

Ciriol, la Orden que siempre estuvo cerca de los feéricos, pacífica y alegre. De ellos habían aprendido su lengua, su cultura, su forma de vivir, y lo habían adaptado al mundo en el qué vivían. Y, como castigo, un reino limítrofe los había barrido del mapa, obligándoles a vivir en la mendicidad, en montañas y bosques, y luego encima serían castigados por ser, simplemente, parte de aquella humanidad que había destruido Espiral con sus guerras que les eran ajenas.

Aquello era injusto, demasiado injusto.

Apretó los puños, sin dejar de llorar.

Venganza.

¡Venganza!

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La feérica se hallaba sentada en la hierba, rodeada por los largos brazos y piernas del humano que la abrazaba desde atrás. Tenía los ojos cerrados, fruncido el ceño, y su rostro temblaba de pura concentración. Alrededor suyo, luces de diversos colores danzaban con gran velocidad, creando y destruyendo Portales. Su mano derecha sostenía una pluma con la punta rellena de tinta negra, y, en el suelo, un largo pergamino. De repente, todo su cuerpo se convulsionó, y su mano fue directa hacia el pergamino, haciendo ademán de escribir. Giró el cuello y sus ojos negros se fijaron en los verdes del humano.
Se abrieron sus labios, los ojos en blanco, mascullando palabras en un idioma desconocido sin producir ningún sonido. Ambos fueron más allá que mirarse. Se zambulleron en sus miradas. ¿Cómo traducir en palabras una magia que no las necesita?

De los ojos de la féerica empezaron a surgir lágrimas, sin apartar la mirada de la de su amante. Balbuceaba, tartamudeaba, mientras trataba de encerrar con palabras lo que sentía al crear magia de forma natural, sin esfuerzo. Él acercó su rostro al de ella y, acariciándole sus mejillas con ambas manos, empezó a repetir una a una las palabras entrecortadas que la feérica pronunciaba de forma temblorosa. Los Portales seguían creándose y destruyéndose a su alrededor, con grandes estallidos de luz pero sin producir ruido.

-Creo que quisiste decir...Épirion nyl fävion

Justo cuando el humano acababa de pronunciar esas palabras, uno de los Portales que estaban apunto de volver a descomponerse suspendidos en el aire de la noche, pareció temblar y resistir en cerrarse, dejando una estrecha ranura por la que pasaba una cegadora luz anaranjada.
Los ojos de la feérica se abrieron, repletos de sorpresa y júbilo.

-¡Fu...funciona! ¡Lo hemos conseguido!

Ambos se abrazaron, emocionados, mientras el Portal que, con aquel conjuro, habían logrado mantenerlo ligeramente abierto, poco a poco se evaporaba fundiéndose en la noche.
Siguieron, entonces, traduciendo con paciencia la magia con nuevas palabras que surgían de la creatividad de la feérica y de la capacidad de comprensión del humano, que se dedicaba a traducir los balbuceos de ella. El pergamino, poco a poco, se iba llenando de caracteres que componían fórmulas y frases para conjurar Portales desde el Mundo Espiral.
Nuán no pudo reprimir una sonrisa de felicidad, mientras veía como aquella pareja se las ingeniaba para desafiar las leyes de ambos mundos, solamente para poder seguir viéndose y amándose sin restricciones, sin fronteras.
Cuando la feérica hubo terminado de escribir el pergamino, esta se lo entregó al humano apretándoselo en el pecho mientras se miraban y se sonreían como dos verdaderos amantes solo pueden hacerlo, sin palabras, sin nada que obstruya esa comprensión que va más allá de cualquier razón y sinrazón. Se sonrieron, se abrazaron, se besaron.

-A partir de ahora podrás visitarme siempre que quieras - susurró la feérica, mientras mantenía su cabeza de largos cabellos oscuros sobre el pecho del humano, yaciendo ambos sobre la hierba.

-Eso si los Lamat no me encuentran antes - murmuró el humano con una sonrisa algo amarga, mientras le acariciaba los cabellos a la feérica.

La feérica, entonces, visiblemente contrariada, se incorporó sobre sí misma y se sentó sobre las caderas del hombre, apoyando sus pequeñas manos sobre sus hombros.

-¡No vuelvas a pronunciar estas palabras! ¿Me oyes? Todo saldrá bien. Hay muchos lugares dónde esconderse, dónde seguir viviendo sin preocupaciones. Y yo...yo te protegeré.

Otra vez se abrazaron, entre unas brumas que iban poblando aquel claro que, hasta aquel entonces, había estado iluminado por incontables y fantasmagóricas luces. Nuán tenía la sensación que ya conocía aquella historia, que la había leído o se la habían contado en algún sitio. Pero solamente sabía a ciencia cierta que la feérica ya no podía quedarse por más tiempo en el Mundo Espiral y que tenía que volver a su Mundo puesto que, si no lo hacía, se consumiría.
A medida que pasaba el tiempo, la bruma se fue haciendo más espesa y Nuán ya no podía ver los dos cuerpos unidos por el amor y por el sueño hecho realidad de poder volver a verse fuera en el mundo que fuera. Empezó a caminar hacia lo que creía era el centro del prado, a tientas, buscándolos, queriendo advertirles de algo de lo qué no se acordaba. Desesperado, pasó de caminar rápido a correr, gritándoles, rogándoles...

Al cabo de un tiempo que le pareció una eternidad, Nuán cayó de bruces en la hierba y se dio cuenta que se hallaba en el mismo sitio en dónde había empezado la búsqueda: había estado dando vueltas alrededor del claro. Posó sus manos sobre la hierba, su rostro fijado en sus briznas casi invisibles, y sintió una insoportable opresión en el pecho.

Desconsoladamente, empezó a llorar...y no sabía por qué.

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Cada vez que la serpiente estaba a punto de volverlo a engullir, un terror irracional sacudía todo su cuerpo como una descarga eléctrica, como un árbol arrancado de sus raíces por un huracán.
Las fauces del monstruo se habían abierto, terribles, indescriptibles; y se dio cuenta que no era aquella visión lo que le producía aquel miedo insondable, sino la historia que venía detrás, la historia en la qué sería participe lo quisiera o no.
Cerró los ojos con fuerza y se dejó engullir, sin ofrecer resistencia. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Por extraño que parezca, al ser escupido por la serpiente en otro tiempo, en otro lugar, la escena que presenció le pareció insoportablemente familiar.

Estaba atardeciendo. El humano corría a través de los bosques, apretando el pergamino contra su pecho, con las ropas ajadas, medio desnudo y ensangrentado. Por todas partes podían escucharse aullidos, alaridos y gritos guturales que helaban la sangre hasta al más valiente. Él sabía que no era por su propia integridad por lo que temía, sino por la posibilidad de no volver a verla. Sí, a ella. De vez en cuando, mientras no cesaba de correr, echaba un rápido vistazo al pergamino tratando de recordar las fórmulas necesarias para abrir el Portal que le llevaría al Mundo Feérico. Pero primero necesitaba encontrar algún sitio dónde pudiera estar a salvo de aquellos monstruos para así poder invocar el Portal con el tiempo y la paciencia necesarios para ello.
Conocía muy bien aquellos parajes plagados de bosques y montañas, así como cada sendero y camino que transcurrían a través de ellos, así que lo que hizo fue tomar los senderos más difíciles y menos obvios para llegar a un sitio dónde él sabía que jamás le encontrarían.

Nuán corría junto a él, siguiendo sus pasos de cerca, y él mismo podía sentir la emoción y el temor que emanaban del pecho del joven. ¿Hacia dónde se dirigiría?

Sorteaba árboles, arbustos, rocas y desniveles como si de una gacela se tratara, mientras que los Lamat de cada vez se oían más distantes y menos amenazadores. Poco a poco iban perdiendo su pista, seguramente prefiriendo focalizar sus energías y sus habilidades en presas más fáciles. Al cabo de dos horas, ya solamente se escuchaban sus pasos amortiguados por la hierba, y el trino de los pájaros que se preparaban para pasar la noche en la copa de los árboles más altos.
Nuán sintió una energía extraña que parecía emanar de todas partes, del viento, del Sol moribundo, de la tierra y del latente fuego. Era obvio que de un tiempo a esta parte, el humano se había introducido en el interior de una tierra que estaba bajo la protección de un conjuro.

Justo cuando llegó a lo alto de una loma, el joven se detuvo, recuperando el aliento y manteniendo el libro apretado contra su pecho.

Aún a pesar de hallarse en territorio protegido, no tenía tiempo para estar horas recitando el conjuro que abriera el Portal hacia el mundo feérico y permitir su libre entrada en él. Los Lamat, pese a verse frenados por la magia, eran feéricos y sabían cómo neutralizar aquellos conjuros en cuestión de minutos. Nuán supo leerlo en su mirada.
El humano, entonces, colocó su mano izquierda sobre una gran piedra que se hallaba en el centro de la loma y, de cuclillas, empezó a recitar unos versos mágicos entre dientes. Nuán no podía discernir ninguna sola palabra, pero en seguida comprendió que estaba convocando a los feéricos desde Espiral, para que abrieran el Portal que allí se hallaba.

Al principio, lo único que Nuán discernió fueron unos fuertes destellos que provenían de la piedra, tan brillantes que ni siquiera podía discernir los colores ni las formas. Luego vinieron unas grandes llamaradas que, en oleadas rojizas, sobresalían de la gran roca y rodeaban el cuerpo del humano. Nuán tuvo que taparse los ojos con el brazo, puesto que sentía que si sostenía la mirada un sólo segundo más, se quedaría ciego para siempre. Las estrellas y la oscuridad de la noche desaparecieron y, en su lugar, aparecieron unos vértices plateados que cruzaban todo el firmamento, como si se trataran de cuerdas de una arpa inmensa.
Poco a poco, aquel prado dónde ambos se hallaban fue mutando a medida que aquellos filamentos plateados acariciaban la tierra desde el firmamento. Un lago, un inmenso lago de color esmeralda que cubría todo lo que había sido el prado, aparecía y desaparecía al ritmo de unos extraños latidos que provenían del interior de las grandes llamaradas.

Nuán, entonces, sintió como si su cuerpo, se hubiera vuelto tan frágil y volátil como una pluma y, como las polillas hacia una hoguera, se sintió irremediablemente atraído hacia aquella gran llamarada que refulgía delante suya. Le invadió el pánico al comprobar que no era capaz de tocar con los pies en el suelo, al comprobar que en aquel instante la gravedad había desaparecido. Su cuerpo empezó a dar vueltas alrededor del fuego arcano, a tal velocidad que en seguida perdió el sentido de la realidad y ya no pudo discernir el cielo de la tierra.
Gritó con todas sus fuerzas, tratando de desembarazarse de aquella atracción fatal, pero fue en vano, puesto que tanto sus brazos como sus piernas no le respondían.

Y entonces lo sintió.

El mar esmeralda que antes había visto "latir" a su alrededor, se estaba combando sobre él y tarde o temprano le engulliría, se ahogaría en él sin remedio. Trató de cerrar los ojos, y se imaginó tumbado en algún sitio convencido que aquello era un sueño...
Pero no pudo cerrar los ojos, y lo último que vio antes de perder el sentido fue a aquel humano, justo en medio de la gran llamarada, flotando allí en el centro de la misma, erguido, su cuerpo azotado por pequeñas y violentas olas de color verde que recorrían su piel desde sus pies a su cabeza. Y no vio en él la más mínima señal de alarma.

Al contrario.

Aquel humano era el artífice de todo lo que estaba aconteciendo a su alrededor, y, como el compositor que ha logrado por fin escribir su obra maestra, tenía el rostro sereno de aquél que tiene la certeza de que lo ha logrado, de aquél que escucha su obra acabada interpretada por unos excelentes músicos.

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Lo primero que escuchó Nuán fueron voces, muchas voces. Con el zumbido que se había aposentado en sus oídos, lo único que podía discernir era el tono de voz de aquella gente: eran sin duda voces nerviosas, indignadas y sorprendidas.
¿Le habría rodeado una turba de ladrones mientras dormía y soñaba con aquella extraña serpiente que le había engullido y le había transportado a multitud de pasados?
Si así era, sin duda ya era demasiado tarde para defenderse o huir. Sentía su cabeza apoyada sobre el tronco de un árbol y su cuerpo, poco a poco, iba recuperando la sensibilidad. Abrió los ojos con gran esfuerzo y sintió como las nauseas le oprimían el estómago hasta llegar a la punta de su lengua. Estaba todo borroso, el mundo a su alrededor daba vueltas.
Empezó a vomitar violentamente, apoyando su mano derecha sobre el tronco del árbol y, poco después, sintió como poco a poco iba sintiéndose mejor.

Su visión fue recuperándose y, temblando aún por el esfuerzo que le había supuesto vomitar de aquel modo tan agónico, se giró hacia las voces que provenían de diferentes puntos a su alrededor. La escena que vio le dejó sin habla.

En el centro se hallaba el humano, bien erguido y con una solemne mirada, que hacía pocos instantes había obrado aquella enorme y sorprendente cantidad de magia en aquel claro, después de haber huido, desesperadamente, de los Lamat. A su alrededor se hallaban, consternados y hablando a gritos entre ellos, unos seres altos y corpulentos, de largos cabellos plateados. Nuán no se podía creer que todavía se hallara dentro de aquel sueño, y más cuando tenía la sensación que todo aquello estaba sucediendo en la realidad, fuera cual fuera aquella realidad. Pero en aquellos momentos, no se detuvo a pensarlo, y se dedicó a observar y a escuchar lo que estaba sucediendo. ¿Por qué aquellas gentes estaban tan nerviosas?

Estaban en un pequeño claro, rodeado por unos gigantescos árboles que no dejaban entrever qué era lo que había detrás. En el centro, casi tocando el cuerpo del humano, estaba encendida una azulada hoguera que no era de fuego. Fuera lo que fuera, aquello que ardía no era fuego.

-¡Silencio! ¡Sileeencio!

Uno de aquellos seres corpulentos se adelantó, caminando varias zancadas hacia el centro del pequeño claro, y se dirigió al resto con el rostro grave.

-Ocupad vuestros respectivos lugares y dejad que el humano se pronuncie - espetó, alzando una de sus grandes manos.

-¡Aquí el humano no tiene voz ni voto! ¡Ha abierto un Portal sin nuestro consentimiento!

El resto asintió entre murmullos airados.

-"Así que estas gentes son feéricos" - pensó Nuán, mientras notaba cómo su cuerpo se iba amoldando a la extraña y espesa atmósfera de aquel lugar - "...¿Sin su consentimiento? No...no es posible. Un humano no puede crear por él mismo un Portal de la nada y entrar en el Mundo Feérico, por mucha sabiduría que tenga. Pero... ¡Un momento! ¿En serio que con aquel Libro ha conseguido...?"

Haciendo caso omiso a los comentarios del resto de los presentes, el feérico que parecía ser el lider o el portavoz del grupo dio unos pasos más y se plantó a apenas medio metro del humano, mirándole con unos ojos que parecían dos sondas abismales, oscuros, terribles.

-Humano - su voz era tan fría que parecía un bloque de hielo que llevaba siglos sin descongelarse - Considérate afortunado de tener ante ti a un feérico bondadoso, o al menos lo suficiente como para no matarte después de haber incumplido La Regla. Y ahora, habla.

Detrás de aquel "Habla" había una orden capital, inevitable, que era mejor no pasar por alto. Pero el humano parecía no estar asustado ni por aquellas palabras, ni por su penetrante mirada, y se limitó a acariciar el libro de conjuros con suavidad, como si estuviera acariciando los cabellos de su amada feérica. Luego, le devolvió una mirada cansada, algo derrotada, pero firme.

-Soy del pueblo de Ciriol, y conocéis de sobra que siempre hemos sido pacíficos - se tragó su orgullo, manteniendo en vilo el rostro de su amada que parecía latir dentro del libro - Sin embargo, los Lamat no han cesado de perseguirme y, finalmente, no me ha quedado otra opción que abrir este Portal.

El silencio era tan espeso y agobiante, que parecía estar sumergido en un estanque de aguas pantanosas.

-Que te quede bien clara una cosa, humano. Nos importa tres narices si los Lamat hacen un festín con tu cuerpo, o si procedes de uno u otro pueblo, puesto que todos sois la misma basura. Vuestra corrupción y vuestro salvajismo nos ensucia y nos agrede, y tardaremos miles de años en limpiar la hedionda huella que habéis dejado en muchos corazones - parecía que, de un momento a otro, aquel feérico le escupiría en la cara - Lo que queremos saber es cómo lo has hecho para crear este Portal. Nada más. ¡Responde!

Los feéricos presentes se hallaban sentados ante cada uno de aquellos enormes árboles, aparentemente tranquilos y escuchando con atención a su portavoz o lider. Pero en sus ojos refulgía una ira sin fondo, sin final.
El humano, acto seguido, acarició de nuevo el libro que llevaba consigo y se lo entregó al feérico, agachando la cabeza en modo de disculpa, otra vez pisoteando su propio orgullo. Nuán empezó a sentirse enfurecido tanto ante la actitud de los feéricos, como ante la del humano. Pero siguió atento sin decir nada.

Sin mediar una sola palabra, el feérico le arrancó el libro de sus manos y empezó a hojearlo con el ceño fruncido, página por página, parpadeando con mucha frecuencia. En poco tiempo, su rostro de concentración dejó paso a un rostro desconcertado, y los murmullos entre los presentes volvieron a ser audibles, quizá preguntándose sobre el contenido de aquel mamotreto.

-¡¿Qué diablos significa todo esto?! - tiró con violencia el libro al suelo, a los pies del humano - ¡En el Mundo Feérico los conjuros no existen, la magia siempre fluye! - se acercó más a su rostro, y ahora esbozaba una sonrisa burlesca pero algo nerviosa - ¿Intentas decirme que con un primitivo lenguaje humano has podido abrir un Portal? ¿Es esto lo que tratas de explicarnos?

El humano recuperó su compostura y, en aquella ocasión, le devolvió la mirada al feérico con un rostro poblado de dignidad. Quizá fue porque, al recoger el libro del suelo y acariciarlo de nuevo, el rostro de su amada había vuelto a comparecer para abrazar todo su ser.

-Efectivamente, con los conjuros escritos en este libro he podido abrir un Portal hacia vuestro Mundo, pero jamás hubiera podido hacerlo solo. No. Alguien me ayudó. Y ese alguien es la persona más importante para mí, aquí, en Espiral, o en cualquier otro Mundo.

El feérico entornó los ojos y, de pronto, pareció que lo comprendía todo. Y aquella comprensión pareció tocar una fibra muy sensible en su interior.

-...¿Alguien te ayudó? - arrastró las palabras, estrujándolas, ahogándolas - ¿Quién es ella? ¡Contesta!

El corpulento feérico le agarró con fuerza la camisa y le alzó dos palmos del suelo. Pero el humano no se inmutó y no hubo cambio alguno en su expresión perdida en un lugar muy lejos de allí.
Nuán sintió como, repentinamente, el tranquilo ojo del huracán había desaparecido y se había desatado una auténtica ola de ira desatada entre los presentes. Empezaba a temer seriamente por la vida de aquel humano. ¿Por qué diablos estarían tan enfadados? Era verdad que había quebrantado La Regla pero...¿En verdad no podían hacer la vista gorda, y más tratándose de un miembro del pacífico pueblo de Ciriol? Es más...era un humano, uno solo, y estaba indefenso.

-Es una feérica. ¿Verdad, maldito hijo de puta? Sí, seguro que es una zorra feérica que disfruta que los humanos abusen de ella.

El rostro del humano cambió como de la noche a la mañana y, deshaciéndose del yugo del feérico de un fuerte empujón, apretó los puños, sus ojos sombríos y salvajemente encendidos.

-Permitiré que me censuréis por quebrantar La Regla, pero no vuelvas a hablar así de Ynian. Jamás.

Todos los feéricos se miraron unos a otros, sorprendidos, sin dejar de hacer comentarios reprobatorios hacia la, para ellos, descarada actitud del humano. Sin embargo, Nuán creía que la reacción de aquel hombre había sido absolutamente normal. De hecho, había tenido más paciencia de la qué él hubiera tenido en su lugar, a pesar de no considerarse él mismo como una persona sanguínea.

-Como sospechaba - el feérico esbozó una agria sonrisa - Esto solamente podía ser obra de un miembro de nuestra raza. Un humano no está capacitado para, ni siquiera, manejar magia en el Mundo que les dimos para ellos. Patético. En fin, hermanos...¿Qué sugerís que deberíamos hacer con él? - se quedó pensativo, acariciándose la barbilla, agrandando su desagradable y cínica sonrisa.

-¡Destruir el libro y lanzarlo a los Lamat! - exclamó uno de ellos, señalando al humano con la voz llena de furia.

-¡Sí! ¡Que lo maten los Lamat!

-¡Muerte al humano!

Absolutamente todos los presentes se habían levantado y deseaban, con todas sus fuerzas, la muerte de aquel infeliz. Nuán no podía dar crédito a lo que veía y oía. ¿En verdad aquellas gentes eran feéricos? ¿Qué había de aquella pureza, de aquella generosidad y bondad de la que hablaban las leyendas? Una ola de rabia e impotencia invadió todo su ser y empezó a insultarles y reprocharles su frialdad y su carencia de sentimientos. Pero no, no podían oírle. Se sentía como si estuviera viéndolo todo desde detrás de una especie de membrana que le aislaba a él del resto del Mundo. Hasta el tiempo y los sueños tienen sus propias leyes y nadie puede hacer nada contra ellas.

El humano empezó a sollozar, pero no por miedo a morir, no, él hacía tiempo, mucho tiempo, que había perdido ese miedo. Nuán pudo verlo en sus ojos rojizos: se sentía traicionado y, además, tenía la profunda intuición que nunca más volvería a ver a su amada.

El portavoz o líder feérico negó con la cabeza con un rostro congelado, carente de ninguna expresión.

-Os equivocáis. La muerte no es suficiente castigo para una rata como él. Además, no hay que caer en las mismas fechorías que los humanos, porque sino existiría el riesgo de convertirnos como ellos o como los Lamat- el feérico observó a los presentes con una mirada reprobatoria, como un profesor que castiga verbalmente a unos niños malcriados.

El silencio volvió a aposentarse en el claro, un silencio afilado como una cruel espada. El humano seguía sollozando, con una de sus manos tapándose el rostro y con otra apretando el libro contra su pecho, pero no pedía clemencia. Y nadie parecía sentir empatía alguna hacia él. Al contrario. Algunos parecían divertirse a cuestas de su expresión desolada, carente de cualquier esperanza.

-¿Cómo te llamas, humano?

El feérico, a pesar de formularle la pregunta, le miraba por encima de los hombros y su mirada se perdía en un punto en el infinito.

El humano se enjuagó las lágrimas con su manga y respondió, con la cabeza gacha.

-Meshkir de Ciriol.

-Meshkir de Ciriol, quedas desterrado al Mundo Ordinario - a pesar de la gravedad de sus palabras, en su tono de voz helado no hubo cambio alguno - Puedes llevarte el libro contigo, de recuerdo. Allí no lo vas a necesitar.

Al principio pareció cómo si entre los presentes se hubiera asentado un clima de decepción pero, instantes después, todos asentían satisfechos y felices ante la decisión de su líder.

Nuán sintió como si en su interior se hubiera roto algo. No sabía qué era, pero lo sospechaba. Era una ciénaga, una infame ciénaga que se había extendido por todo su cuerpo, a través de todas sus venas. Aquella ciénaga había estado escondida en su interior, escondida incluso de sí mismo. Y ahora, junto a aquella marea de inmundicia, unos aullidos resonaban en cada poro de su piel. Aquello no era ira. Iba más allá de la ira.

De repente, sintió el instinto de asesinar a aquel feérico. Y no solamente a él, a todos los que le rodeaban.

Fuera de sí, se abalanzó hacia el corpulento líder e hizo ademán de estrangularlo con todas sus fuerzas. No era consciente de sus actos. No veía nada.
Estaba ciego.
Pero aquella membrana le impedía realizar lo que tanto ansiaba. Por mucha fuerza que hacía, por mucho que sentía bajo sus manos las venas del cuello del feérico, aquel ni siquiera hacia nada para quitárselo de encima.
No, no se daba cuenta.
No le veía, no le sentía.

-¿¡Cómo podéis decir que no mandáis a la gente a la muerte?! - gritó, sintiendo como si su pecho estuviera en llamas y sus ojos le salieran de sus órbitas a varios palmos de sus cuencas - ¡Habéis mirado hacia otro lado mientras los Lamat asesinaban a miles de personas! ¡Os mataré! ¡Os mataré! ¡Deseo ver vuestra sangre regando este claro! ¡Deseo descuartizaros a todos, hacéroslo pagar! ¡Lo pagaréis caro!

Sacó un pequeño cuchillo que siempre llevaba consigo por si alguna vez le atacaban, y lo clavó en el corazón del feérico, pero el arma se dobló sobre sí misma y un fuego azulado fundió el acero. Su cuerpo, entonces, salió disparado hacia atrás, volando varios metros, y su cabeza golpeó con violencia contra el tronco de un árbol.
La ciénaga que ahora se había convertido en una intrincada red de ríos que recorría su cuerpo hervía, echaba humo a través de su piel. Ya no sentía dolor, solamente sed de venganza ante una injusticia de tal magnitud. Se levantó con rapidez, mientras aquellos feéricos se llevaban al humano atado de manos hacia otro lugar y se dispuso a atacarle de nuevo pero, justo cuando estaba apunto de hacerlo, la sintió.

Sintió como la Gran Serpiente venía a por él, a través de dimensiones, tiempos y espacios, y venía a reclamar su cuerpo y su alma. ¡No, no se dejaría atrapar esta vez!
Ordenó a sus piernas que corrieran lo más rápido posible hacia su objetivo, cuchillo en mano, pero aquellas no le respondieron, como si estuvieran atrapadas dentro de un mar de lodo.

-¡Necesito liberar a Meshkir de estos asesinos! ¡No vengas a por mi! ¡Aún no! - exclamó, con los ojos inyectados en sangre - ¡Solamente te pido cinco minutos más! ¡Cinco minutos!

Pero, como era obvio, ya era demasiado tarde para resistirse. En efecto, el tiempo y los sueños tienen sus propias reglas. Unas reglas que jamás pueden ser quebrantadas.
La serpiente apareció entre los árboles, las fauces extremadamente abiertas y, a pesar de los sobrehumanos esfuerzos por parte de Nuán para evitarlo, el reptil se precipitó con rapidez hacia él y le engulló.

Todo en su interior se desactivó.

Un remolino.

Oscuridad

Y la nada.