Monday, November 14, 2011

Las máscaras del tiempo


-¿Y recuerdas cuando perdimos aquella noche a Menlil y no lo encontrábamos por ningún lado? ¡Y teníamos un concierto en Lanna por la mañana!

Nuán estalló en carcajadas.

-¡Como no iba a acordarme! Al final, en medio de una terrible lluvia, lo fuimos a buscar al pueblo y nos lo encontramos desnudo y lleno de moratones por todo...¡A las 4 de la mañana!
Lo único que llevaba consigo eran sus malditos tambores...¡Y se tapaba sus partes con ellos!

A Mirta le dolían las tripas de tanto reír. Notaba cómo de sus ojos brotaban las lágrimas.

-El jefe de la Orden de Pádula le había pillado "in fraganti"...¡Trajinándose a su mujer!

-"¿Cuánto queda para el concierto? Vamos a practicar" - Nuán imitó la voz aflautada de su antiguo compañero de andanzas, así cómo su forma de caminar mientras se tapaba sus partes con los tambores.

-¡Jajaja! ¡Aquello era lo único que le preocupaba!

Desde que se habían reencontrado, Mirta y Nuán llevaban dos horas recordando divertidas anécdotas de cuando tocaban juntos con "Los Lamentables", e incluso habían interpretado algunas canciones picantes las cuales abundaban en su repertorio. La conversación había fluido de una forma tan fácil que parecía como si sus vidas hubieran sido, simplemente, un insignificante paréntesis desde que se habían separado por trágicas circunstancias.
Se habían olvidado de la guerra, de los Lamat, de las Ordenes y de los Feéricos. Atrás también quedaban Fortaleza, Varmal, el exilio, las lágrimas y la muerte. Habían arrojado al fuego orgullos, traiciones, miedos y preguntas.

Mirta había abierto una botella de vino especiado que se había traído consigo, y ambos habían estado bebiendo durante todo aquel tiempo, sintiendo el suave calor que se aposentaba en sus cuerpos como grandes mareas causadas no por una Luna, sino por miles de ellas.
Cuando la dormidera del alcohol empezó a vibrar en sus cuerpos, ambos dejaron por fin que el silencio hablara en su lugar, el silencio y una suave y tibia brisa que venía del Mundo que juntos habían recreado. Ella posó su cabeza de sedosos cabellos sobre el hombro de él y dejó que el fuego hipnotizara sus sentidos.

-Es como si nada hubiera ocurrido...después de todos estos años - murmuró, con una plácida sonrisa - Nuán, te echaba de menos.

El joven estaba sentado y mantenía ambas manos posadas en el suelo. A pesar de su ligera borrachera, el contacto de su cabeza contra su hombro le produjo un intenso escalofrío que casi le dejó sin habla, como cuando se había reencontrado con ella dos horas antes. Era como si hasta ahora aquella animada conversación hubiera sido una obra de teatro antigua que juntos habían recordado desde el cómodo asiento del espectador.

Ahora volvían a encontrarse, de nuevo, al aire libre.

-Ya nos habíamos reencontrado una vez, aquella noche que viniste a casa. ¿Recuerdas?

Mirta se reincorporó sobre sí misma y le miró sin dejar de sonreír.

-No esperé que lo entendieras. Los hombres sois lentos en reaccionar, muy lentos - se encogió de hombros, divertida - ¿Y si te dijera que aquella noche no te reconocí?

Nuán alzó una ceja, algo turbado.

-¿Qué quieres decir?

-Siempre fuiste como has sido estas dos horas: un bromista, un artista y un alegre soñador que nunca se daba por vencido. Y en aquellos momentos, eras... - se detuvo - ¿Te enfadarás si te soy brutalmente sincera?

Nuán esbozó una mueca algo maliciosa.

-Si tienes en cuenta que tengo en mi haber el objeto más contundente...¡Adelante! - espetó, señalando la guitarra que yacía a su lado, sobre la hierba.

Mirta soltó una risita traviesa.

-¿Ves? ¡A eso me refería! Así es como tu eres, y así era como yo te recordaba. Y, en cambio, me encontré a un hombre envejecido. Sí, era como si en plena flor de la juventud te hubieras vuelto un anciano.

Nuán no se sintió ofendido por aquel comentario, en absoluto. Sin duda, desde el momento en que había elegido el retiro voluntario hacia la escritura y la meditación, se había convertido en un anciano con apenas 30 años de edad. Él era consciente de que a ella le había causado aquella impresión pero, por alguna razón, sabía que no podría haber vivido de otra forma. Y tampoco se arrepentía de ello. Se tumbó sobre la hierba, las manos tras la nuca poblada de cabellos caoba, y miró hacia el firmamento iluminado por millones de estrellas y galaxias.

Sonrió, enseñando sus blanquecinos y algo puntiagudos dientes.

-El anciano decrépito, y la estirada y soberbia miembro de Varmal. Sí, en verdad fue un reencuentro muy fuera de lugar - se giró hacia ella, clavando sus ojos verdes en los suyos - Quizá ahora que se han caído todas las máscaras, es todo más fácil.

Mirta estrechó sus ojos, haciendo morritos.

-¿Estirada y...soberbia? - le propinó un suave manotazo en el pecho, frunciendo el ceño - ¿De verdad tuviste esa impresión de mi?

-Ya echaba de menos estos morritos tuyos...

-Estás inspirado hoy ¿eh?

Nuán se encogió de hombros, esbozando una sonrisa algo hermética. Luego empuñó la guitarra y tocó unos breves acordes con tintes trovadorescos.

-¡Qué gozo perderme
si perdido te puedo encontrar!
Mi perdición es mi inspiración
y mi locura, mi cantar.

Mirta le miró con los ojos muy abiertos, desconcertada, y luego no pudo reprimir un ataque de risa algo nervioso, tapándose la boca con una mano.

-De acuerdo, canto mal, pero no hace falta hacer leña del árbol caído.

-¡Oh, no, no me malinterpretes! - Mirta hacía esfuerzos para que no se le notara el intenso sonrojo que se había aposentado en sus mejillas - Es que no me esperaba ese arrebato juglaresco por tu parte. Me llegas a hacer eso en aquella época y hubiera caído redonda a tus pies. Con lo jovencita e impresionable que era...

Nuán rasgaba suavemente la guitarra, pensativo.

-¿Me estás diciendo que si hubiera actuado de una forma más directa contigo...?

Mirta dio una larga calada a su pipa, volviendo su mirada hacia el fuego.

-No lo sé, eran otros tiempos y...ya sabes...los sentimientos de los adolescentes son como el aguanieve: cae al suelo pero no cuaja.

-Um...bonita comparación.

-¿Ves? - sonrió, volviendo a mirarle - Yo también me siento inspirada, y te aseguro que no es todo gracias al vino.

Nuán dejó de rasgar la guitarra de forma distraída y le devolvió la mirada, que denotaba algo de melancolía pero, en ningún caso, tristeza. No sabía si era el vino, la fuerza de su presencia después de tanto tiempo o su renovado espíritu, pero notaba cómo sus palabras fluían sin dificultad, unas palabras que en otras circunstancias le habrían cortado la garganta en pedazos.

-Te gustaba Menlil. Lo sé. Y sabes que, aunque me hubiera puesto a bailar la Danza de los Días o me hubiera cargado a todo un ejército de Lamat con mis propias manos, esto en absoluto hubiera cambiado - desvió unos momentos su mirada y bebió un sorbo de vino antes de continuar - Quizá por eso no le di demasiada importancia. Llegué a aceptarlo. Tarde o temprano, hay cosas en la vida que no tienes más remedio que aceptar, aunque no sean así como quieres que sean, para seguir adelante. Y eso hice.

A Mirta se le ensombreció el rostro durante unos instantes, pero pronto se recuperó del varapalo de volver a tener que pensar en Menlil. Se acurrucó junto al cuerpo de Nuán, como una gatita ronroneante y adormilada.

-¿Sabes? Creo que en aquellos tiempos también llevábamos puestas unas máscaras. En aquellos tiempos Menlil era mi hombre ideal: valiente, sinvergüenza, directo, adulador...Él jugaba esas cartas, y yo jugaba las mías en base a las suyas. Pero ya me cansé de llevar cartas encima. Quizá haya parecido que nada había cambiado, pero nada se mantiene igual para siempre...ni siquiera en el interior de una burbuja dónde no existe el tiempo.

-Cierto. Si en aquel tiempo te hubieras acurrucado contra mi cuerpo, ya me habría convertido en una sopa de sudores fríos e inseguridades. Y toda mi sangre estaría concentrada en un solo punto, latiendo a una velocidad de vértigo - dijo, con tono divertido.

-¿Quieres decir que no te incomoda un poco?

-Te mentiría si te dijera que no - la atrajo con su mano contra su pecho - Al fin y al cabo, sigues siendo una mujer muy atractiva. Y yo no soy un pedrusco. Pero ahora no es momento de pensar en ello. Ahora necesitamos hablar, ponernos al día y tratar de hacerlo sin volver a necesitar esas máscaras ni esas cartas. Y no dejaré que mi sangre se vuelva a enfriar si es necesario luchar.

-Y tu sangre...¿Dónde se concentra ahora?

A pesar de estar endureciendo todos los sentimientos que aún latían en su interior (algo que se le daba muy bien), no podía evitar oler el perfume natural de sus cabellos y sentirse atraído por su aterciopelada y femenina voz. Estaba haciendo un esfuerzo titánico para no dejarse llevar hacia un error fatal. No, aquella etapa ya la había superado. Sin embargo, aquellas palabras...Precisamente, aquellas palabras habían obrado como un conjuro para que su sangre empezara a concentrarse en según qué puntos peligrosos e incontrolables.

-Eres perversa. Esto en otro tiempo me hubiera dolido como una lluvia de dagas dirigidas solamente a mi corazón.

De hecho, aquella actitud aún le dolía un poco. Pero no se lo iba a decir ni aunque le amenazaran de muerte. Ni aunque, en aquellos momentos, le estuviera susurrando al oído rozándole a consciencia su oreja con los labios.

-¿Y si te dijera que, por primera vez, estoy empezando a desearte?

-Mirta...haz el favor de detenerte.

-¿Por qué? ¿De qué tienes miedo? - empezó a acariciarle el estómago, bajando su mano lenta y paulatinamente hacia una zona dónde la sangre ya era más abundante que en su propio cerebro. De hecho, de cada vez le resultaba más difícil pensar con nitidez.

-No temo a nada, simplemente... - sabiendo que Mirta no iba a parar por mucho que le rogara, decidió mentir muy a su pesar - Mirta, yo hace tiempo que dejé de desearte. Así que, por favor, no lo hagas todo más difícil. Además, necesitamos hablar de muchas cosas...

La mujer echó un vistazo de reojo a la erección que sobresalía desde sus holgados pantalones, y que se alzaba insurrecta como una vergonzosa e icónica confirmación de su mentira. Luego dirigió sus intensos ojos turquesa hacia los suyos, con una sonrisa maliciosa y traviesa, y le acarició suavemente el miembro.

-Nunca fuiste bueno mintiendo, y lo sabes.

Acto seguido, sus labios fueron al encuentro de los de él y, justo cuando ya los estaban rozando, él consiguió deshacerse de ella con un movimiento brusco, sacudiéndose el deseo que había estado apunto de paralizarlo de forma irremediable.
Se puso de pie, frunciendo el ceño y fuera de sí.

-¡Haz el favor de tomarme en serio, aunque sea por una maldita vez en tu vida! - le dio una fuerte patada a la guitarra cuyo sonido pareció el de un grito desesperado sin armonía - ¡Maldición! ¡Si tienes ganas de echarte un polvo fácil coge tus bártulos y vete a aliviarte a otro sitio! Aquí no te van a faltar oportunidades. Aquí y en ningún lado. Pero yo no soy esa clase de hombre - respiró con profundidad, tratando de calmar su furia y suavizar así su voz y sus modales, y observó los ojos sorprendidos y descolocados de la joven - Veo que la desaparición de Menlil te afectó mucho, y no te lo voy a reprochar. Pero no vuelvas a jugar conmigo.

El rostro de Mirta se ensombreció durante unos instantes, apartando la mirada de la hoguera que hasta aquel momento había encendido sus ojos color turquesa. Todas las sombras que los árboles proyectaban a su alrededor parecían converger en el punto dónde se hallaba sentada la mujer, hundiéndose en algún lugar de su interior.

-No vuelvas a hablar de Menlil y de mi como si lo supieras todo - su voz era casi un susurro, pero era fría y afilada como un témpano de hielo - Por cierto...¿Qué clase de hombre puedes ser si, para empezar, no te comportas como uno de ellos? - se giró hacia él, con una amarga y sarcástica sonrisa dibujada en su boca.

-Oh, así que quien rechaza tener sexo contigo deja de ser hombre...Vaya, sin duda es saludable tener un muy buen concepto de uno mismo.

Un silencio muy incómodo se aposentó entre los dos, ambos desviando sus miradas hacia puntos indefinidos en la oscuridad. Desde el exterior daba la sensación que aquella discusión les había atrapado a ambos en una tela de araña invisible que estaba envenenando sus pieles. Pero cuando un conflicto se presenta, nadie es capaz de prever cómo se va a solucionar. Quizá un descuido, un sentimiento que cuelga de un hilo y que, de pronto, cae por su propio peso...

Los hombros de Mirta empezaron a temblar primero de forma casi imperceptible, y luego de una forma más notoria. Le estaba dando la espalda a Nuán y este solamente podía escuchar un leve pero claro sollozo que parecía borbotear desde algún pozo de aguas estancadas e insalubres.

¡¿Estaba llorando?!

Nuán levantó las cejas, sorprendido. Quizá se debía a qué hacía mucho tiempo (demasiado) que no interactuaba con una mujer de una forma íntima, pero le costaba comprender aquellos cambios de humor tan radicales y sin lógica aparente alguna. ¿Lloraba porque le había molestado su respuesta, o lloraba por la situación en la qué se encontraban? ¿O por ambas cosas?

Suspiró profundamente, limpiando de su interior las aguas residuales, y se acercó a la mujer con pasos silenciosos.

¿Debía abrazarla en aquella situación?

La abrazó por detrás, suavemente, tratando de detener los débiles sollozos que provenían de la garganta de la chica.

-¡D...déjame en paz! - gritó, revolviéndose de forma algo violenta y abrazándose a sí misma.

Pues no, por alguna razón no debía abrazarla.

Se llevó una mano a la barbilla, la cual ya empezaba a pinchar un poco por falta de afeitado, y empezó a estrujar su cerebro como si fuera una esponja hinchada de agua que tenía que escurrir.
La verdad es que había perdido la costumbre de hablar con mujeres y aquello le resultaba inquietante. No obstante, en el fondo sentía un gran alivio del cual él mismo no era consciente.
Quizá era hora de ser sincero y dejar de fingir puesto que, de todas formas, la situación ya no podía empeorar más.

-Mirta... - trató de usar su voz más reconfortante, pero le salió algo quebrada - Ehm...cuando te dije que no te deseaba, mentí. Te sigo deseando como el primer día, o incluso más - tragó saliva, haciendo acopio de todo su valor - Solo pensé que estabas abusando de mis sentimientos, nada más, y terminé dándole a todo una importancia que no tenía- se sentó a su lado y trató de mirarla a los ojos, pero la chica le rehuía, girando la cabeza hacia otro lado, con una pose algo infantil - Si hubieras sido otra mujer, ahora mismo te estaría haciendo el amor.

-...¿Q...qué? - la mujer esta vez le miró, desencajada. Efectivamente, tenía los ojos rojos de haber estado llorando a pesar de habérselos enjuagado varias veces cuando él se había acercado.

¡Por Espiral! ¡¿Qué acababa de decir?! ¡Idiota!

-¿Sabes? No trates de arreglarlo más - en su voz aún quedaban rastros de incredulidad sobre lo qué él acababa de decir - L...lo siento, Nuán. Me precipité y me dejé llevar, pero en ningún momento me planteé jugar con tus sentimientos. Me parecía...divertido y excitante...pero sin querer hacerte daño.

El rostro de la mujer estaba tan encendido que tenía miedo que fuera a estallar en llamas. Nuán sonrió, aliviado, al ver como ella, en un esfuerzo sin precedentes, había engullido todo su orgullo para así poder desenredarse de aquella tela de araña.

Después de un silencio que ya empezaba a fluir con el aire puro de la noche, Mirta carraspeó.

-Por cierto...¿Me puedes explicar eso de "si fueras otra mujer, ya estaría haciendo el amor contigo"? Nuán, no te haces una idea lo desconcertada que me tienes esta noche - suspiró, mirándole a los ojos con gesto interrogativo, pero ya más calmada y receptiva.

Nuán, turbado, se rascó la nuca mirando hacia otro lado.

-Creo que me he explicado mal. Lo que quería decir es que no eres una más con la cual solamente compartir simple lujuria. Quizá... - en efecto, se seguía explicando mal – Lo que quiero es que no me malinterpretes.

Mirta, al ver cómo el hombre, perdido en sus propias palabras, enrojecía de forma alarmante, ahogó una risita entre dientes tapándose la boca.

-¿Quieres decir que no está bien hacer el amor con la persona que te gusta?

-Teniendo en cuenta la orgiástica vida que lleváis en Varmal, creo que es necesario dejar las cosas claras desde un principio – contraatacó, con el ceño fruncido.

Mirta no pudo resistirlo más y estalló en carcajadas.

-¡Eres tan mono! - le abrazó efusivamente, sin parar de reir.

-Ríete lo que quieras. Hay que ser siempre muy precavido con esta Orden.

Mirta se llevó una mano en la frente y suspiró.

-Es cierto que existe una cierta...relajación de costumbres en Varmal si lo comparamos con otras Ordenes. Pero no nos pasamos el día yendo de orgía en orgía – se encogió de hombros – Así como tampoco sacrificamos animales para conseguir ciertos conjuros de magia negra, ni nos comemos el corazón de los incautos que pasean por el bosque.

-Quizá los malentendidos desaparecerían si no fuerais tan herméticos. El secretismo es un arma de doble filo.

Mirta torció el gesto.

-Cualquiera puede optar a ser miembro de la Orden. Los no-miembros jamás podrían entender el estilo de vida que lleva una persona que pertenece a Varmal. Hay que tener una mente muy abierta y aceptar vivir de una forma muy distinta al resto. No tenemos secretos, simplemente...somos discretos.

La mujer esbozó una sonrisa orgullosa mientras acariciaba la manga de su túnica negra.

-Oye, Mirta, últimamente...¿Has tenido sueños muy extraños? - Nuán cambió de tema, con voz grave y algo titubeante.

La mujer frunció el ceño, acariciándose sus espesos cabellos rojizos con ambas manos.

-Ehm...¿En qué sentido? Casi todos los sueños son extraños...

No tenía ni idea de por qué le había preguntado algo tan vago pero, por alguna razón, tenía la sensación que el sueño que había tenido el día anterior no era corriente. Era como si alguien le hubiera insertado aquel sueño a la fuerza, con un hierro candente, directamente en su cerebro.

-Era demasiado vívido, demasiado intencionado para ser un simple sueño. Además tenía un patrón demasiado...lógico – pensó en voz alta – El Exilio, la Orden de Ciriol, Meshkir y su libro...

El rostro de la joven se ensombreció y pareció como si bajo su negra túnica se hubiera desatado el eco de un grito muy poderoso.

-Nuán, cuéntame tu sueño con detalle. No te saltes nada, te lo ruego.

El hombre suspiró.

Desde que había tenido aquella pesadilla, en el fondo había deseado compartirla con alguien, y si aquella persona era Mirta, mucho mejor. Sentía que si se lo guardaba dentro, algo se pudriría en su interior. Aún no sabía el qué.

Media hora después, cuando hubo terminado de relatarle aquella experiencia onírica, Mirta, que se había mantenido en un silencio expectante durante todo aquel tiempo, se levantó, pensativa, y empezó a caminar alrededor de la hoguera.

-Esto no era un sueño, Nuán. Era un conjuro.

-¿Un conjuro?

Mirta se llevó una mano a la barbilla, asintiendo lenta y distraídamente.

-Es un conjuro con el qué es posible viajar al pasado a través de un portal transdimensional. No te permite interaccionar directamente con él, pero tu consciencia está ahí de verdad, en aquel momento del pasado, como si se tratara de un espectro – se abrazó a sí misma como resguardándose de un intenso frío – Tienes fobia a las serpientes, ¿verdad?

Asintió, mirando a Mirta con incomodidad.

-¿Cómo lo sabes?

-Muy fácil – levantó el dedo índice – El conjurador usa un miedo paralizante para qué el objetivo se vea arrastrado por él hacia el Portal. El Portal transdimensional siempre adopta la forma de una fobia o de un miedo insoportable. El objetivo queda así a total merced del conjurador y de los efectos de la magia.

Nuán se llevó una mano en la frente, tratando de darle un sentido a todo aquello. De momento, no se lo encontraba.

-Suponiendo que todo esto que dices es verdad...¿Qué objetivo podría tener el qué está detrás de todo esto? No comprendo qué importancia tiene el haberme hecho viajar hacia aquel periodo de tiempo sino es por el simple hecho de conocer unos determinados hechos.

-El solo hecho de qué recuerdes esta experiencia transdimensional es sin duda alguna la prueba de qué algo ha fracasado en el conjuro. Al menos respecto a ti, porque seguramente haya más afectados.

-¿A qué te refieres?

Mirta avanzó algunos pasos hacia la hoguera y permaneció de espaldas a él, su silueta recortándose contra el poderoso fuego.

-Como todos los conjuros, este tiene también su lado oscuro. Y en este caso es tan oscuro, que en Varmal está terminantemente prohibido su uso. Básicamente, permite al conjurador tener esclavizada la consciencia de su objetivo, de una forma parecida a la hipnosis pero con consecuencias más devastadoras. Entonces, si el conjuro tiene éxito, se es capaz de imprimir sentimientos, recuerdos y todo tipo de sinopsis mentales ajenas en el sujeto sin que éste se de cuenta. Todo lo que se vive en este falso sueño queda grabado a fuego en el cerebro aunque no se recuerde - ¡Grabado a fuego! Eso mismo había pensado él mientras reflexionaba sobre el sueño que había tenido – Y créeme, este hechizo no tiene sentido si el sujeto lo recuerda todo. Pierde su razón de ser.

El hombre sentía cómo la cabeza le estaba apunto de estallar.

-¿Quieres decir que alguien está interesado en qué odie a los Feéricos? Sentí mucha rabia hacia ellos durante ciertos momentos del sue...del conjuro, perdón.

Mirta se giró hacia él, con una expresión pensativa pero carente de sombra y oscuridad.

-Solamente dos personas pueden haber bloqueado un conjuro transdimensional: un miembro de Varmal, o uno de Ciriol. Esta última Orden dejó de existir hace siglos, así que solamente nos queda una opción. Pero...

-Ciriol jamás dejó de existir.

Sus palabras brotaron con naturalidad de sus labios, como una breve pero abundante cascada. Aquella noche se había propuesto no volver a mentir nunca a aquella mujer, fueran cuales fueran las consecuencias. Además, ya no tenía sentido esconderlo por más tiempo. A diferencia de Varmal, él no era partidario del secretismo.

-¿No decías que querías una conversación seria? - alzó una ceja, visiblemente descolocada – Al menos avisa cuando estés bromeando en momentos así.

-No bromeo, Mirta. Hace unos años me visitó a Taurion un hombre llamado Solfska, el cual me había conocido al haber leído uno de mis libros. Hasta ahí todo normal – Mirta se había vuelto a sentar y le escuchaba con los ojos como platos, como una niña a la qué su padre le empieza a contar un cuento nuevo - Parecía estar muy interesado en todo lo relacionado con mis escritos sobre las montañas de Ilmaren, especialmente en las leyendas y cuentos de los pueblos de la zona. Venía a visitarme cada mes, y siempre traía consigo información sobre los posibles origenes de aquellas historias que databan, muchas de ellas, de antes de la Primera Caída. Todas me resultaban familiares, puesto que la mayoría, en diferentes versiones, eran compartidas por todos los pueblos de Ilmaren, pero sus fuentes eran mucho más antiguas que las que yo tenía a mano. Por ejemplo, una de ellas hablaba del País de Gaül como un Reino en el qué se habían exiliado los humanos y los feéricos que habían aprendido a convivir juntos y que se negaban al exilio y a verse separados durante siglos.

Mirta le miraba con la misma expresión anonadada, tumbada en la hierba, las palmas de sus manos en sus mejillas. Estaba en silencio pero parpadeaba con rapidez, pidiéndole que continuara.

-Si me pones esta expresión no podré continuar... - apagó una carcajada a duras penas.

-¡Venga, no me seas así, no me dejes en ascuas! - hizo morritos – Me encanta cómo relatas las historias. Tienes un don para eso. ¡Continúa!


-Siéndote sincero, al principio me creí con pies puntillas todo lo que me estaba diciendo, puesto que la información que tenía aquel hombre no aparecía en ningún solo libro de toda Espiral, y he leído muchísimos. Incluso llegué a pensar que se trataba, simplemente, de un excéntrico erudito que se había obsesionado con aquél tema. De hecho, cada vez que le preguntaba por qué no me traía los libros que relataban esas historias, siempre contestaba de forma muy vaga, o cambiaba de tema - Nuán agarró la guitarra distraídamente y rasgço con suavidad un par de acordes - Hasta el día que le di un ultimátum: si no me decía de dónde sacaba todas aquellas historias, me negaría a creerle ninguna sola palabra - la mirada de Nuán se perdió en las tinieblas - Y entonces fue cuando me confesó que pertenecía a la Orden de Ciriol.

-¿Y te dijo esto como si nada? Y no sé si me hubiera asustado o echado a reír.

Nuán soltó una pequeña carcajada.

-Obviamente, en un principio tampoco le creí y le exhorté a qué me diera una prueba fiable de ello. Recuerdo que se limitó a esbozar una sonrisa, se arremangó la camisa que llevaba puesta, y recitó unos cuantos versos en la Antigua Lengua. Y, de repente, en su antebrazo desnudo apareció una luz blanquecina, la efigie del Árbol y la Cueva.

Mirta, con el rostro desencajado, parpadeó varias veces.

-Bromeas.

-Me aseguró que no podía darme más pruebas porque, según decía, si usaba cualquier conjuro mágico la Orden sabría que se hallaba fuera de la Morada, en contra de los dictados de Ciriol. Y aquello pondría en serio peligro a su hijo y a él. "Nadie escapa de la Orden" - me aseguraba - "Aunque hasta ahora se desconoce que nadie haya desertado".

-¿Y te contó...dónde se encuentra la Orden ahora mismo?

-Por supuesto - asintió, encogiéndose de hombros - Me aseguró que se encuentra en Firya.

-Firya...la única ciudad independiente de Espiral. Ninguna Orden la controla de forma directa - murmuró Mirta, pensativa - Si así fuera, se habría tratado de un movimiento muy astuto por parte de Ciriol.

-Exactamente.

-¿Te comentó algo de lo qué han hecho o tramado durante todos estos siglos?

Nuán inhaló el tibio y perfumado aire de la noche y suspiró profundamente.

-No sé si tenía ntención de contármelo en la próxima ocasión que nos viéramos pero, en todo caso, poco después ocurrió el ataque de los Lamat, coincidiendo con tu visita.

-No entiendo nada... - la mujer se rizaba el pelo, el ceño fruncido - ¿Por qué no han dado señales de vida durante la Guerra? Aunque sería más acertado llamarla Genocidio...

-Seguramente sean neutrales, a priori. Pero desconozco su posición en todo esto.

-¿Y así creen que se librarán de todos los conflictos? Me parece muy egoísta y cobarde por su parte. Además, nadie se libra de los Lamat al final, por mucho que uno se esconda.

Nuán sonrió, algo sarcástico.

-¿Acaso no es eso lo que está haciendo Varmal Verdadero?

Mirta achicó los ojos, visiblemente molesta.

-Varmal Verdadero fue una pequeña facción nuestra que reaccionó a las políticas autoritarias de Agros. Consideraban necesario un toque de atención para volver a nuestros orígenes, que chocaba frontalmente con la creación de una Fortaleza aislada del exterior, pretendiendo no tener nada que ver con el resto de Espiral - negó con la cabeza, llevándose una mano en la frente - Al principio creí que Varmal Verdadero se había excedido al provocar la guerra, pero cuando supe que Agros, al saberse perdido, abrió Fortaleza a los Lamat para que acabara con todos... - apretó los puños.

Nuán recordaba perfectamente aquella noche de horror, tanto que no pretendía que volviera a sus recuerdos más que unos pocos segundos.

-¿Y me dirás que nadie le ha substituído?

-Los supervivientes de Varmal, después de la caída de Fortaleza, se dispersaron. Pero no nos hemos escondido y no, no ha habido nadie que haya substituido a Agros, que yo sepa. Nos las sabemos arreglar muy bien sin un lider. Ignoro si sigue existiendo la facción de Varmal Verdadero como organización en algún sitio. Y poco me importa.

Después de aquella conversación le siguió un largo silencio, uno de estos silencios incómodos y misteriosos que no se sabe si tienen algo de sagrado o de terrible. O ambas cosas a la vez.
Ni siquiera el murmullo de la brisa nocturna acariciando las hojas, ni los buhos ni los grillos. Nada se escuchaba, solamente sus respiraciones acompasadas.

-Solfska...él es el único que puede haber bloqueado el conjuro - rompió el silencio Nuán, su voz sonando con una cadencia de un magnetismo extraño y casi sobrenatural.

-Si ha sido él, entonces...¿Quien pudo haber realizado dicho conjuro? - Mirta compuso un semblante sombrío - ¿Y si fuera el propio Ciriol? Por el sueño que me contaste, tendría sentido. Pero Solfska dijo que si usaba la magia...

-Yo también estoy empezando a pensarlo. Primero el sueño, luego referencias a la Cueva y el Árbol, un gran árbol con cuevas suspendidas...Son demasiadas coincidencias - Nuán ya no sabía qué pensar.

Mirta suspiró.

-Creo que necesitaremos esperar a mañana para más respuestas, mañana, en la reunión. Todo son suposiciones, demasiadas.

Volvió a aposentarse un silencio, pero esta vez era un silencio aterciopelado, que armonizaba con el firmamento estrellado hasta dar la sensación que podrían escuchar las voces de los astros.

-Ojalá todo fuera tan fácil como antes - susurró Nuán - En las giras nunca teníamos tiempo para pensar en esas cosas: terminábamos un concierto y al día siguiente ya estábamos en camino hacia el próximo pueblo.

La joven esbozó una débil sonrisa y apoyó su cabeza sobre su hombro.

-¿Crees que alguien, en algún lugar, aún nos echa de menos?

-La música siempre se echa de menos, tanto en los buenos como en los malos momentos.

Acto seguido, Nuán agarró la guitarra, se la colocó sobre su regazo y rasgó varias veces un solo acorde, de forma pausada, creando una suave resonancia alrededor. Luego lo siguieron otros acordes, formando así la base de una canción y, mientras lo hacía, miró a Mirta con una sonrisa algo traviesa.

-Oh, Nuán... - se llevó las manos a las mejillas, visiblemente sonrojada gracias a la luz de la hoguera que incidía sobre su rostro - No esperarás que cante, ¿verdad? Mi voz ya no es lo que era, y no lo he hecho en años...

-No dejarás que estropee con mi horrenda voz una canción que tú misma compusiste. ¿Verdad?

-No, Nuán, yo...

-Una canción de alabanza
queríamos cantar,
pero diré sin tardanza
que en su Morada
no nos dejaron entrar.

Nuán recitó aquellos versos con gracia elegante y trobadoresca. Mirta esbozó una sonrisa, pero aún seguía con la cabeza girada hacia otro lado, casi de espaldas a él.
Entonces, el hombre, con una voz ronca y burlona, se puso a cantar las siguientes estrofas con un desenfadado ritmo de guitarra.

-Y ahora estamos aquí afuera
cagándonos de frío y sin cerveza,
las Moradas son como la diarrea:
¡Son calientes pero apestan!

¡Que levante la mano
quien a la hija de Monte*
se haya trajinado!

Mirta levantó la mano, casi estallando en carcajadas. Era tradición que, cuando se cantaba esto, todos los hombres y mujeres presentes levantaran la mano. A veces incluso los niños lo hacían, a pesar de las reprimendas de sus padres. Qué tiempos aquellos...

-¡Levantadla que yo no puedo!
Nací con dos brazos:
¡No soy mutante como Onthero*!

Mirta ya no pudo soportarlo más y estalló en carcajadas, enjuagándose las lágrimas de haberse aguantado la risa hasta aquel mismo momento. Nuán percibió el cambio de actitud de la mujer y se levantó, desafiante, como si tuviera delante a un nombroso público ávido de canciones que ponían a parir a la Orden de su pueblo.

-Las Ordenes son como pocilgas
que engordan a los cerdos.
¿Cuantas veces habré soñado
que los matamos y tenemos carne
para 30 años enteros?

Mirta se levantó y, sin ya poderlo resistir más, se unió a él y empezó a cantar con su aflautada voz que creía haber perdido muchos años atrás.

¡Ódiadnos, perseguidnos!
¡A prisión o al destierro!

¡Pero jamás atraparéis
ni las canciones
ni el viento!

¡Siempre impresentables
con la soga al cuello!

¡Jamás atraparéis
ni las canciones
ni el viento!

Nuán dibujó un complicado y bello solo de guitarra que parecía engalanar la noche con sus notas que recordaban a la seda. Mirta cerró los ojos y dejó que aquellas notas que creía que jamás volvería a escuchar, volvieran a penetrar en su corazón, como el seco estanque que vuelve a llenarse de agua después de siglos.

Luego, ambos juntaron sus voces para terminar la canción.

Querer acallar una canción
es como pretender
en una jaula hacer yacer
al viento en un rincón.

¡Nosotros somos el viento
y la canción!

¡El viento y la canción!

Justo al terminar, ambos se miraron al principio sorprendidos, como si de repente no se conocieran de nada. Luego, como obedeciendo a un plan establecido, estallaron en carcajadas a la vez, abrazándose. Dos viejos amigos por fin se habían reencontrado aquella noche en qué las máscaras del tiempo, por fin, habían caído al suelo, destrozadas.

¿Qué depararía el mañana?








Saturday, October 29, 2011

Las Cuevas de Türa

Cuanto más se acercaba a las Cuevas, más débil era la presencia de los Lamat, y aquello tenía una sencilla explicación: los ríos, las aldeas, las ciudades y, en definitiva, las zonas pobladas y fértiles iban desapareciendo paulativamente hasta transformarse todo en unos parajes agrestes de pequeñas lomas pobladas por matorral bajo y deprimidos árboles combados por el intenso viento. Los escasos bosques de clima seco aparecían aquí y allá como refugios momentáneos para detenerse a dormir durante el día, mientras que durante la noche se desplazaba siguiendo la Luna y los astros, como todo el mundo debería si su Mundo está invadido por miles de Lamat, seres diurnos por antonomasia.

Desde que había tenido aquel intenso y largo sueño, una sensación de ahogo y desasosiego se había apoderado de todo su ser. Se sentía cómo si aquella Serpiente se había alimentado de toda su energía, le había dejado sin ella y, luego, se la había vomitado de vuelta repleta de veneno e inmundicia. Quizá llevaba demasiados días caminando, o quizá era su mente, que se rebelaba a preocuparse de más cosas: había dejado atrás a demasiada gente y no tenía forma humana de saber qué había sido de ellos.

Estaban en un Mundo muy peligroso, y su intuición le decía que todo iría a peor.
Nunca había sido una persona negativa, ni mucho menos, pero es que en aquella ocasión no había nada que le sugiriera lo contrario. Además, todo había ocurrido muy deprisa: la destrucción de Fortaleza con miles de muertos, desaparecidos y exiliados; el exilio hacia Firya; el viaje de Lyr y los feéricos hacia Ciriol y su encuentro con Solfska; el asedio de Firya por parte de la Orden de Wail y de los Lamat; otra vez obligados al Exilio y a separarse cada uno por su lado...
Y ahora se veía abocado hacia otra aventura de futuro incierto.
En verdad le intrigaba qué era lo que Hyunde podía tener en mente. Estaba claro: tenía la intención de fundar una nueva Orden para, seguramente, tratar de hacer algo contra los Lamat y, también, contra Wail. Pero no tenía ni la más remota idea de cómo tenía pensado hacerlo.

Mientras caminaba imbuido en aquellos pensamientos, empezó a sentir unas nauseas muy parecidas a las que había tenido en el sueño, cuando había seguido a Meshkir hacia el Mundo Feérico a través del Portal. El agreste paisaje ante él no había cambiado ningún ápice, sin embargo, dentro de él algo sí estaba cambiando. Sus pasos le llevaban a un sitio en concreto, sorteando barrancos, colinas y riachuelos, y no era capaz de controlarlos. Su cuerpo estaba siendo atraído por alguna entidad invisible que se hallaba escondida en algún sitio profundo, bajo sus pies. Y llegó, entonces, a una suave hondonada, en dónde había un gran campo de bellas amapolas que parecía ajeno y sacado de contexto respecto al desdibujado paisaje de sus alrededores. Allí su cuerpo se detuvo, por fin, sin que él le hubiera ordenado que lo hiciera y se sintió sumamente sorprendido.
Ante él, dónde supuestamente se abría la pequeña grieta que llevaba, por escurridizos y peligrosos pasadizos, hacia las grandes salas de las cavernas de Türa, no había más que roca desnuda y erosionada por el viento y los aguaceros. A pesar de no haberlas visitado nunca, Nuán se conocía al dedillo la geografía de aquella zona de Espiral, y no cabía ninguna duda que ahora mismo debería encontrarse delante de la entrada.

Cuando se disponía a regresar sobre sus pasos para cerciorarse que no se había equivocado de ruta, sintió en su espalda un intenso y cortante escalofrío que le dejó, momentaneamente, sin respiración. Detrás suya estaba el origen de aquella extraordinaria fuerza que le había arrastrado hasta ahí, en contra de su voluntad. Sin saber por qué, la imagen de la Gran Serpiente con las fauces abiertas, apunto de engullirlo, le vino de nuevo a la mente y, por alguna razón, se sentía incapaz de girarse para observar a aquel ser que tenía sus temibles ojos posados en su nuca.
Lentamente y sin pausa, aquella presencia fue acercándose a él sin escuchar ruido alguno de pisadas sobre las amapolas, hasta que, finalmente, sintió como se detenía a muy poca distancia de él.

Cerró los ojos y contuvo la respiración.
No quería que lo engulleran otra vez.
Se negaba a volver a experimentar tanto odio, tanto dolor.

-Nuán, me alegro mucho de volver a verte.

En seguida supo de quién se trataba y, al instante, todos sus músculos se relajaron. Aquella suave y cálida voz...a pesar del tiempo que había pasado, no la había olvidado.
Su cuerpo, respondiendo por fin a lo que le dictaba su mente, se giró hacia la voz que le hablaba y, ante él, se encontró a un anciano de larga barba blanca y rala, pero con un porte orgulloso y sereno. Sus ojos resplandecían con alegría.

-¡Hyunde!

Los dos hombres se abrazaron efusivamente y se estrecharon las manos con energía. Nuán no recordaba cuándo había sido la última vez que había sentido una dicha tan sincera en su corazón. Bueno, mentía. Sí lo recordaba, pero habían sucedido cosas tan espantosas en el mismo lugar dónde lo había sentido, que cuando lo evocaba palidecía y temblaba todo su ser, sintiéndose como si algo le estrujara toda la vitalidad como una naranja exprimida.

-¿Qué sucede, hermano Nuán? De repente he visto cómo tus ojos se hundían hacia un lugar muy profundo y oscuro - Hyunde le examinó de cerca, estrechando sus pequeños y vivarachos ojos - Necesitas descansar. No habrá sido fácil para ti todo este viaje en solitario, dejando a tanta gente atrás.

Nuán se encogió de hombros, dejando escapar un suspiro.

-Tampoco lo habrá sido para ti, hermano Hyunde y, sin embargo, parece que hubieras rejuvenecido - dijo aquello último alegrándose de verdad por él - Todo lo que sucedió en Täurion, las torturas, vejaciones, matanzas...yo pude huir de todo esto. Tú no.

El anciano posó su arrugada y firme mano sobre su hombro, sin dejar de sonreír.

-Pero yo siempre he gozado de compañía, nunca he tenido que afrontar nada a solas. En fin, mi querido Nuán... - alzó su dedo índice y lo dirigió hacia él, como en tono reprobatorio - Ahora no es el momento de recordar los malos tragos. Acabas de llegar a un sitio dónde todos somos hermanos y dónde ya nunca más te sentirás sólo -alzó su cabeza hacia las nubes e inspiró prundamente -Se dice que el simple aliento de un amigo es capaz de evaporar todo pensamiento funesto, como una cálida brisa que descongela mil glaciares.

Nuán se vio contagiado por la franca sonrisa del anciano, y el amago de un llanto le asomó en el interior de sus ojos mientras sentía como si su corazón volviera a latir después de una eternidad aletargado. Es verdad que el corazón es un simple músculo, una máquina de bombear sangre hacia el resto del cuerpo. Las emociones se fabricaan en el cerebro...y, sin embargo, se sienten en el corazón. Cuando uno siente soledad, siente que el corazón se le enfría y se le encoge, y no el cerebro. Y Soledad era lo que había sentido Nuán no solo durante el camino hacia las Cuevas, sino desde hacía mucho, mucho tiempo. Incluso antes de aquella guerra. Todo había empezado aquel día, aquel día en qué...

-Nuán, tu cerebro parece una sala de torturas - Hyunde se cruzó de brazos, con el rostro serio y estricto, como el de un profesor ante un alumno aventajado que pierde las esperanzas después de un solo mal examen - ¡Relájate! Voy a terminar enfadándome si sigo viéndote perdido, regodeándote en un vacío inexistente. Es la hora de partir. Ya estamos todos.
¡Sígueme!

Desde aquel mismo instante en qué vio a Hyunde dirigirse hacia dónde, supuestamente, se hallaba la entrada hacia las Cuevas, Nuán se prometió a sí mismo que no volvería a creer en vacíos sino en personas, empezando por él mismo. Y eso de confiar en las personas se le daba muy bien. No tenía que empezar de cero.

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Después de recitar un escueto conjuro, la pequeña abertura que daba entrada a las Cuevas se mostró ante ellos, oscura como una noche de luna nueva y sin estrellas. Una empinada escalera se introducía en el interior de la tierra como si hubieran clavado un cuchillo dentro de ella, un cuchillo sin final. Hyunde caminaba con rapidez y agilidad llevando consigo una pequeña piedra que lo iluminaba todo con una tenue pero suficiente luz anaranjada. A ambos lados solamente se alzaban grandes extensiones de estalactitas y estalacmitas, húmedas y gruesas como troncos de árboles viejos, y aquí y allí aparecían pequeños estanques de agua oscura y calmada, producto de millones de años de recibir las gotas de agua que, pacientes pero sin pausa, se habían precipitado hacia el suelo.
Nuán sentía como si se estuvieran introduciendo en un reino dónde el ser humano no tenía cabida, un reino dónde el silencio era la única ley dominante. Sus pasos resonaban de forma violenta y le daba la sensación que, rompiendo aquel silencio, estaban cometiendo algún tipo de herejía. No cesaban de bajar y bajar, cruzando grandes salas oscuras que dejaban a los lados y, poco a poco, la temperatura iba bajando paulativamente. Breves rachas de una brisa fría como el hielo le traspasaba el cuerpo, una brisa que provenía de las profundidades y que parecía no tener ni principio ni fin.

¿Cuánto tiempo estuvieron descendiendo? ¿Una hora, un día, un año? Nuán había perdido el sentido del tiempo. Allí abajo éste parecía flotar de forma irregular, sin continuidad, y a veces unos trechos le parecían largos como una eternidad, y otros los cruzaban en un sólo instante.
Cuando por fin dejaron de descender por aquellas angostas escaleras y por aquellos estrechos y agobiantes pasadizos, se encontraron en una gigantesca sala cuya altura se perdía a cientos de metros por encima de sus cabezas. Alrededor, las estalactitas y estalacmitas en la roca creaban por doquier unas extrañas formas que recordaban a seres que se abrazaban, a árboles con las ramas entrelazadas y a distintos animales de formas un tanto imprecisas. A Nuán le dio un vuelco el corazón: la sensación de vacío silencioso que había sentido antes había desaparecido, y la había substituido una melancolía opresiva, un sentido de pertenecer a algo que ya no recordaba y que se había perdido para siempre.

Sus sentidos, repentinamente, se expandieron y desde aquel momento pudo percibir el discorrer de un río justo bajo sus pies, así como el ruido del viento sacudiendo las ramas y las hojas de unos árboles sobre sus cabezas. Pero lo que le dejó sin resuello no fue aquello que percibía con su oído, sino lo que vio al girar su cabeza de nuevo hacia el centro de la enorme Sala: una gigantesca columna de roca con forma de tronco de árbol se alzaba desde el suelo hacia arriba cientos de metros, seguramente llegando hasta el techo que no podía ver, y de su cuerpo central nacían unas arterias de roca hacia todos los lados de la sala que recordaban a las ramas. Nuán sintió que se le paralizaba el cuerpo.

-Ven conmigo, Nuán, y coloquemos nuestras manos sobre el Gran Árbol.

Sin dejar de observar aquella inmensa columna bañada por la luz anaranjada de la roca que Hyunde llevaba consigo, siguió a este hacia el centro de la roca y le imitó, colocando ambas manos sobre la húmeda superficie. Hyunde cerró los ojos y, con solemnidad, entonó unas palabras que parecían evocar un pasado muy remoto pero que, en aquel momento, se encontraba bien presente.

-Türa asyl Mylaen anun sín.

Ante su sorpresa, Nuán entendió lo que significaban aquellas palabras, como si lo hubiera sabido toda la vida.

-Somos el Árbol y la Cueva.

Rapidamente sintió cómo su cuerpo era violentamente zarandeado y arrastrado hacia el interior de la columna, a la cual traspasó sin ningún problema. Todo pasó tan deprisa que ni siquiera tuvo tiempo de sentir ningún fuerte sentimiento más que la sensación que el estómago le saldría por la boca por los bruscos cambios de gravedad que se sucedieron cuando su cuerpo fue lanzado, convertido en un rayo de energía, hacia una de las ramas de roca que ahora eran membranas, venas de magia que lo llevarían hacia un destino incierto.
Cuando recuperó la consciencia, Nuán se hallaba estirado en un pasadizo de la Cueva y sentía como si sus músculos se hubieran distendido y su cuerpo y su mente se hubieran aligerado de muchas cargas innecesarias. En su interior sentía un gozo muy difícil de describir. Se incorporó sentándose en el suelo, alzó las cejas, algo desconcertado, y esbozó una sonrisa.

Hyunde, a su lado, observaba el pasadizo con ojos brillantes y serenos.

-Esto ya no lo vamos a necesitar - abrió su mano derecha y observó detenidamente la piedra que emitía la luz anaranjada. Susurró una breve frase que Nuán no pudo discernir y su luz se extinguió. Luego, como si se tratara de un simple canto rodado, el anciano dejó caer la piedra en el suelo y se puso a caminar hacia adelante.

-Sigue mis pasos. Esta oscuridad será breve.

Avanzaron en la más completa oscuridad y Nuán no podía más que palpar la húmeda pared del pasadizo para guiarse mientras caminaba a ciegas. ¿Por qué Hyunde había decidido avanzar sin luz alguna justo en aquellos momentos? Muchas preguntas le asaltaban, pero decidió que por el momento intentaría no darle vueltas al asunto y que seguiría avanzando hasta llegar al lugar dónde se encaminaban.
Pero para los ahora finísimos sentidos de Nuán, era obvio que se acercaban de forma inexorable a una potente fuente de luz. Las brisas, al principio gélidas, ahora eran tibias y agradables, y en el fondo de éstas podía discernir un suave y dulce aroma de algún tipo de flor que no conocía. Ya no le hacía falta palpar las paredes del pasadizo, puesto que ahora incluso se abrían, de vez en cuando, pequeños agujeritos que dejaban pasar la luz. Tuvo curiosidad de mirar por uno de ellos para saber de dónde venía aquella luz.

-No mires por estos agujeros - espetó Hyunde con voz firme, como si hubiera adivinado sus pensamientos - Se iría todo al garete. Ten paciencia.

Nuán trató de encontrarle lógica a lo qué le había pedido el anciano: seguramente se trataba de un conjuro que tenía que ver con los sentimientos del propio individuo que interactuarían con el entorno mágico que se había creado. No le encontraba otra explicación. Normalmente los conjuros eran independientes del sujeto que se encontraba en el interior de ellos, puesto que la magia había modificado la Realidad e incluso el Espacio-tiempo del entorno, pero el individuo simplemente se veía rodeado o afectado por esos factores, y no se veía obligado a seguir ninguna conducta para que aquel entorno siguiera activo.
Trató de acordarse de algún conjuro que había estudiado años atrás, pero en Espiral no recordaba que existiera nada parecido. Siguió dándole vueltas...

...Pero cuando llegó al borde del precipicio y observó lo que se abría delante suyo, todos los pensamientos se extinguieron como si sobre ellos se hubiera precipitado un gran Tsunami, engullendo hacia el océano todo lo que se encontraba por delante.

Primero de todo: si no llega a ser porque Hyunde le agarró de la túnica en el último momento, Nuán se hubiera precipitado en caída libre medio kilómetro hacia abajo hasta que todo su cuerpo se hubiera desparramado en mil pedazos sobre el nivel del suelo. Así que lo primero que hizo fue observar lo que se extendía bajo sus pies con un asombro casi reverencial que incluso le hizo olvidarse del vértigo que sentía:
Unos jardines laberínticos y dispuestos en tres niveles se extendían en miríadas de colores, formas y ritmos en círculos, rodeando una formación montañosa agujereada por cientos de pequeñas grutas que se abrían en la roca. Ellos habían salido precisamente de una de aquellas grutas. Sin embargo, justo en el momento que empezaba a maravillarse por aquellos jardines cuya belleza le sobrecogía, su vista empezó a ascender hacia arriba y, ante él, empezó a extenderse majestuoso y terrible, un árbol cuyas dimensiones excedían su propia imaginación. Su altura superaba, con creces, aquellos 500 metros que les separaba del suelo y sus ramas se perdían en el cielo.
Pero lo más inexplicable eran, precisamente, aquellas ramas: no eran unas ramas de un árbol normal, sino que las conformaban unas serpenteantes formaciones de adobe o de barro muy alargadas, como si hubieran sido moldeadas por un alfarero loco. En ellas se abrían pequeñas ventanas muchas de ellas iluminadas por luces anaranjadas. En resumen: el tronco era el de un árbol, pero sus ramas se asemejaban a largas grutas expuestas al aire libre.

Nuán parpadeó varias veces, sin creerse lo que se hallaba ante sus ojos. Se había olvidado, incluso, de respirar. Hyunde lo miraba, a su lado, con un semblante satisfecho y repleto de bondad, esperando que el joven recuperara la sensación de realidad.

-¿Co...cómo habéis creado...esto?

Haciendo caso omiso a su pregunta, el anciano dio unos pasos hacia adelante, hasta justo el borde del precipicio y, entonces, juntó sus dedos índice y corazón, se los llevó a la boca, e hizo ademán de hacer un silbido que Nuán fue incapaz de escuchar.
En aquellos momentos, se fijó en algo que por el impacto que le había producido el paisaje no había reparado: alrededor del Árbol, una serie de aves de grandes dimensiones volaban en círculos y de un lado para otro, yendo de una ventana a otra de aquellas extrañas y tortuosas ramas de adobe. Una de ellas fue acercándose, poco a poco y planeando sin esfuerzo, hacia ellos viniendo desde las ramas más altas. Cuando ya se encontraba a menos de cien metros de ellos, pudo distinguir la forma y los colores que tenía aquel ave. Era extraña, realmente muy extraña, como aquel Árbol del qué procedía:
Su cuerpo parecía el de un murciélago pero su verde y emplumada cabeza era, definitivamente, la de un ave con el pico largo y anaranjado. Sus plumas en el resto de su cuerpo eran intensamente rojas como el Sol del atardecer. Cuando se posó ante ellos, soltando un estridente graznido, se dio cuenta que su tamaño era mayor del qué había creído. Debía medir unos cuatro metros desde el pico hasta su gruesa cola y daba la impresión que, en cualquier momento, abriría su enorme pico y se los zamparía a ambos sin ningún esfuerzo.

Y solamente serían el desayuno.

El animal, sin embargo, dobló sus dos largas patas, apretó su cuerpo emplumado contra el suelo y agachó dócilmente su cabeza ante los dos hombres. Hyunde se sentó sobre la bestia y le acarició el lomo con suavidad, mientras ésta le respondía con unos alegres gorgoteos sin variar de posición. Luego se giró hacia Nuán, con una brillante sonrisa bajo su espesa barba.

-Vamos Nuán, sube y agárrate a mí.

¿Subirse sobre aquel pájaro que parecía más inestable que un adolescente en plena pubescencia?

-¿N...no hay otra forma de llegar a destino que sobre esa...cosa?

-Existir, existen, pero ante el riesgo de una invasión por parte de los Lamat, los cuales podrían perfectamente encontrar este escondrijo, esa es la forma más segura de hacerlo, puesto que son aves muy fieles y, llegado el momento, terriblemente feroces - sentenció el anciano, con un tono de voz que no admitía réplica alguna. En verdad, tenía razón que se trataba de una buena idea el poder contar con aquellos monstruos con plumas en caso de invasión, pero aquello no le tranquilizó en absoluto.

-Está bien, voy allá - susurró, derrotado - Encantado de haberte conocido, Ynä.

Titubeando y sintiendo que aquella cosa, justo al echar a volar, les tiraría a ambos hacia el vacío, se acomodó sobre las plumas de aquel animal y se agarró a la cintura de Hyunde con todas sus fuerzas, mientras que éste se agarraba al antepecho del animal. Justo cuando Nuán estaba apunto de preguntar si en verdad no necesitarían ensillarlo y añadirle unas agarraderas de cuero, el anciano susurró algo inaudible junto al cabezón del pájaro y éste, sin ningún preámbulo, se levantó en toda su estatura y se lanzó al vacío, en picado, plegando sus enormes alas.
Durante los escasos segundos que duró aquella barrena, Nuán no sintió más que su mejilla pegada a fuego contra la espalda del anciano y un viento huracanado que parecía que, en cualquier momento, le arrancaría las orejas de cuajo. El corazón le había salido del pecho y se había instalado en su cuello, dónde le latía frenéticamente. Luego, con un movimiento brusco hacia la izquierda, extendió sus alas, dio un rodeo alrededor del tronco del Árbol y empezó a volar con vertiginosa velocidad hacia arriba, dibujando unas eses perfectas y ayudándose por la dirección del viento.
Poco tiempo después, sin que Nuán apenas hubiera abierto los ojos, el pájaro pareció haber llegado a un punto dónde empezó a planear alrededor de una de aquellas serpenteantes y agujereadas ramas de adobe. Si en aquellos momentos hubiera desviado su mirada más allá de la espalda del anciano y de lo poco que podía entrever a través de ella, hubiera podido disfrutar de un precioso atardecer que empezaba a teñir el cielo de miríadas de colores rojos, cada uno de ellos distinto al otro.

Con una suavidad inesperada, el pájaro entró por una gran abertura practicada en una de aquellas ramas, y, de repente, se encontraron en una especie de sala de estar espaciosa, de gran altura y bien iluminada.

-Ya hemos llegado - dijo Hyunde, encogiéndose de hombros y con una sonrisa de oreja a oreja - ¿Ves como no era para tanto?

En verdad, había sucedido todo tan deprisa, que no había tenido tiempo de pensar en nada más que en la dirección hacia dónde en cada momento decidía volar el pájaro. Justo al bajar de encima de la bestia, ésta simuló una breve reverencia ante ambos humanos con su emplumada cabeza y retomó el vuelo, saliendo por la abertura y desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos.
Tratando de recomponer su zarandeada mente, Nuán estudió con su mirada el sitio dónde se encontraban: se trataba de una estrecha pero espaciosa sala de forma ovalada con paredes de barro que se precipitaba hacia abajo y dibujando muchas vueltas. Era extremadamente sencilla y no tenía ningún mueble. Solamente grandes aberturas redondas que dejaban pasar la luz del atardecer.

-Hyunde...¿Qué significa todo esto? - preguntó, algo desconcertado, tratando de encontrar alguna pista en aquella sala dónde no había nada que le recordara a una estancia.

El anciano soltó un hondo suspiro y miró a Nuán con serenidad, el cual tenía la sensación que volvía a estar delante de aquel personaje enigmático que se había encontrado en Täurion años atrás, cuando aún no se había desatado todo aquel infierno. Siempre tenía la sensación que iba un paso más allá que él en todos los sentidos, pero en ningún caso sentía que aquello fuera negativo. Más al contrario. Los hombres sabios rara vez hablan hasta que no es absolutamente necesario.

Y esta vez decidió hacerlo.

-Seguramente te estarás preguntando por qué nos hemos tomado tantas molestias en crear todo esto - justo al decirlo miró por una de las aberturas hacia los extensos jardines que se extendían abajo, ya en semi-penumbra. Luego volvió a fijar sus ojos en los de Nuán y continuó - De hecho, todos los hombres y mujeres que han llegado al Türa-Mylaen han tenido la misma duda. Lógico. Sin duda todos esperabais que nos reuniríamos en el interior de una cueva sellada con magia e iluminados por una simple hoguera. Una sencilla Morada, hablando en plata.

Hyunde se recostó contra la pared de adobe, demostrando, por primera vez, síntomas de cansancio dentro de sus arrugas que ahora dibujaban pequeñas pero profundas sombras en su rostro.

-Han sido años enteros de exilio y de sufrimiento, no para mí que ya tengo el corazón viejo y arrugado, sino para los jóvenes que me rodeaban, repletos de una vitalidad oscurecida por la guerra, llevando a sus espaldas el peso de demasiados sueños truncados. Lo único que les alimentaba era una esperanza, una sola: crear algún día una nueva Orden desde dónde todos pudiéramos empezar de nuevo, aprendiendo de los errores pasados, y desde dónde pudiera volver a fluir la magia y la sabiduría de antaño - un silencio casi místico se aposentó en la sala, un silencio que parecía ser parte de la voz del anciano - Nuán, este lugar aún está muy lejos de refulgir con una luz que vuelva a iluminar a Espiral, pero sin duda todos estamos haciendo un gran esfuerzo para que, poco a poco, así sea. Sin embargo, mientras fuera de aquí los Lamat siguen arrasando todo lo que se encuentran a su paso y Wail se dedica a recoger y comerse los frutos podridos, no podemos más que crear un vínculo, aunque sea débil, con nuestro remoto pasado para que, los pocos que hemos huido de este horror, no nos olvidemos jamás de los Días Luminosos.

Nuán había escuchado con atención todo lo que Hyunde le contaba, y, no obstante, solamente una frase le había quedado grabada en su mente, como un mantra que se repetía una y otra vez.

-Türa-Mylaen... El Árbol y la Cueva - susurró, como si aquellas palabras, de por sí, tuvieran la capacidad de encantar cualquier lugar del Mundo - En la leyenda de la Joven de las Estrellas se habla de ello. Meshkir y Féntar, después de beber del Cuenco de la fuente, tienen una revelación en la cual los humanos, al salir de la Cueva de las Dudas, ven como sobre aquella gruta ha crecido un árbol de proporciones gigantescas cuyas ramas enlazan el Mundo Espiral con el Mundo Feérico. En su ignorancia, los humanos, durante siglos, no habían encontrado las escaleras desde la gruta que les llevara hacia el Árbol. Al salir de la cueva, comprendieron que nunca más haría falta renunciar a sus grutas para encontrar ese vínculo con los feéricos. Entonces, Féntar y Meshkir supieron que Los Días Luminosos habían regresado y era momento de crear las Ordenes - Nuán recitaba todo aquello como si fuera la primera vez que lo leyera, dentro de su mente, su voz llena de asombro y una cadencia casi venerable - Así pues, la Cueva pasó a ser el símbolo de la humanidad en Espiral, y el Árbol el símbolo de los feéricos. De hecho, se dice que el símbolo que usaba la refundada Orden de Ciriol era, precisamente, el Árbol y la Cueva; mientras que Varmal usaba (y sigue usándola) la Luna Negra.

Al escucharse hablar de la Orden de Ciriol, su tono de voz varió casi imperceptiblemente y se acordó de Solfska y de la misión que les había encomendado a Lyr y a sus compañeros. ¿Sabría Hyunde que la Orden de Ciriol no había desaparecido? Es más, ¿Conocería más detalles sobre el misterio que se abatía tras las montañas de Ilmaren? ¿Y si le contaba lo de la Diadema, sabría responderle de alguna forma? Quería formularle todas aquellas preguntas y más, pero sentía que aquel no era el momento idóneo para hacerlo. Ahora lo que quería era saber qué había realmente detrás de la creación de aquel gran árbol cuyas ramas eran serpenteantes grutas agujereadas. Y más aún...¿Qué sentido tenían aquellas grutas vacías?

-Sé que tienes muchas preguntas que hacerme, Nuán, lo leo en tus ojos perdidos - el anciano pareció leerle la mente, pero aquello no le inquietó lo más mínimo. De hecho, sintió un cierto alivio - Mañana se celebrará una reunión en el Jardín y allí todas tus preguntas tendrán respuesta.

Cuando Nuán estaba apunto de decirle a Hyunde que, al menos, necesitaría un sitio para pasar la noche (con una rústica cama se conformaba), el anciano se puso a caminar hacia el interior de la estrecha sala, haciéndole un efusivo ademán con la mano para que le siguiera. Nuán, algo titubeante, le siguió a través de aquella gruta llena de recodos que no permitían ver su final o su principio.
Poco después llegaron a lo que parecía una pared de madera pero, por su disposición y su forma, estaba claro que aquello no estaba hecho adrede, sino que era el propio tronco del Árbol desde dónde partía aquella "rama" dentro de la cual estaban ahora.

-Bien, es muy sencillo, Nuán - dijo, acariciando la rugosa superficie del tronco - Hemos elaborado este Árbol de tal modo que cada gruta puede ser personalizada por su inquilino así como él lo desee. Esto permite que cada uno de los sabios supervivientes tengan a su alcance todos los recursos que tenían a mano antes que sus hogares fueran destruidos, agilizando así la creación de la Orden con toda la sabiduría a nuestro alcance - mientras hablaba, su mirada se hacía más luminosa - Una vez se ha creado el habitáculo deseado, se tiene acceso a toda la red de grutas que conforman el Árbol, visitando a quien desees visitar. Y todo mediante el pensamiento, que es capaz de moldear la magia sin necesidad de ningún conjuro.

Nuán, durante unos segundos, se quedó sin habla, creyendo que el anciano le estaba tomando el pelo. ¿No era aquel un procedimiento solamente al alcance de los feéricos? Ciertamente habían entrado en aquella enorme Morada con un conjuro, pero solamente el hecho de moldear la magia con el pensamiento se consideraba poco más que imposible en Espiral.

-Antes que me lo preguntes, sí, hemos tenido la inestimable ayuda de un ser feérico para crear esta valiosa red. Pero mañana habrá tiempo para aclararlo todo. Tú eras la pieza que faltaba y hemos esperado tu llegada como agua de Mayo.

¿Un ser feérico se había prestado para ayudar a la creación de la nueva Orden? ¿Desde cuando los feéricos se implicaban en los asuntos humanos desafiando la No-Intervención? Su cerebro estaba apunto de explotarle, pero sabía que todas sus preguntas no tendrían respuesta hasta la reunión del día siguiente. Decidió, entonces, zanjar primero el tema del habitáculo.

-Bien, ya sabes que estoy bastante desconcertado con todo esto...pero ahora vayamos al grano con lo de la creación del habitáculo.

Hyunde sonrió levemente, dejando de acariciar la superficie del tronco.

-Coloca las manos sobre la superficie del Árbol, y piensa en un hogar dónde hayas vivido y más a gusto te hayas sentido - justo al sentenciar aquello, el anciano se dirigió hacia una de las aberturas de la gruta e hizo ademán de silbar con ambos dedos - Mañana al amanecer, en el jardín.

Y eso fue todo. En pocos segundos, una de aquellas gigantescas aves apareció en la gruta con grandes aleteos, se subió sobre una de ellas y con un breve ademán el anciano se despidió de él, como si tuviera algo de prisa. Antes de darse cuenta se hallaba solo delante de aquel tronco, sin ninguna otra instrucción más que colocar sus manos y pensar en el hogar dónde se había sentido más a gusto durante su vida.

Él se había marchado de casa, sin siquiera despedirse, a los 15 años para dedicarse a lo que él más amaba, la música, junto a Mirta y Menlil, y otros 15 habían transcurrido desde entonces. Seguramente los Lamat habrían matado a todos los habitantes de la aldea, incluído a sus padres y a su hermana. Más de una vez le había dado vueltas a aquel asunto, pero dado que apenas había tenido tiempo para preocuparse de su pasado lejano, pronto una espesa niebla se interponía entre éste y él mismo. Se le oscureció el rostro, sintiéndose un miserable.

¿Tendría tiempo de visitar su aldea de nacimiento? ¿Tendría sentido hacerlo en medio de todo aquel caos? ¿Y si descubría lo inevitable, podría soportarlo? Un dolor agudo en su estómago se manifestó justo al pensarlo, como si una vieja y terrible herida hubiera reaparecido en el lugar dónde se hallaba una inofensiva cicatriz.

Por eso no tenía sentido recrear su primer hogar.

El dolor hubiera sido insoportable.

Tampoco tenía sentido considerar hogar todos aquellos sitios infestos dónde había vivido durante 10 largos años durante su alocada e inolvidable odisea con su banda. Negó con la cabeza tratando de sacudir unos vívidos y seductores recuerdos que le venían a la mente y obligó a su memoria a saltar sobre todos aquellos años y aposentarse en los hogares que había tenido en Täurion y en Fortaleza. Ambos habían sido distintas y enriquecedoras experiencias. En el primero había podido dedicarse libremente a la escritura, dando rienda suelta a su imaginación y a sus recuerdos, y había publicado su primer y único libro hasta la fecha. Había dejado que un chico y una chica fueran sus aprendices, y con ellos había podido olvidarse de la supuesta muerte de Mirta. Los había terminado considerando como algo cercano a sus hijos: Kyu y ...(nombre)...

¿También habrían muerto?

Su rostro se oscureció y sintió como su corazón le hacía un vuelco. La tristeza que le invadió fue mucho más profunda que cuando recordó su primer hogar. Apoyó su cabeza contra el tronco del Árbol y, en vano, trató de ir en contra del fluir de sus recuerdos que, como un río salvaje, se precipitaban con violencia a través de tierras desérticas y olvidadas. El río llegó hasta Fortaleza, y allí pudo observar a todos aquellos niños repletos de vitalidad que venían de sufrir algo que ningún niño debería jamás vivir: la guerra y la muerte. Sin embargo, al contrario que los adultos, los niños recuperan el calor y la sonrisa en un abrir y cerrar de ojos, si se les devuelve el triple de cariño y de alegría que todo el sufrimiento que han tenido que experimentar.

Nuán había vivido en una humilde habitación en el mismo Colegio dónde daba clases en Fortaleza. Habían sido cinco años de aprendizaje, a pesar de ser él el profesor. Cada clase que daba era como si una luz de distinto color se depositara en su corazón. Nunca había sido un profesor duro ni exigente, pero incluso él reconocía que la pasión que le ponía a sus clases y el ansia de enseñarles a los niños a pensar por ellos mismos y darles la curiosidad por aprender, había hecho que le adoraban y lo consideraran como un profesor carismático y divertido.

En ocasiones, incluso traía la guitarra y les cantaba canciones tradicionales que hablaban de alguna leyenda o alguna historia que debían estudiar.

Sin lugar a dudas, había sido la etapa que más orgulloso de él mismo se había sentido.

¿También habrían muerto?

El exilio, miles de niños huérfanos o muertos, otra vez el horror que nunca deberían haber vivido. Aquellos jóvenes rostros que habían perdido la luz de la vida, como un campo de flores en primavera que, de repente, recibe una nevada que jamás tendría que haber ocurrido y las congela todas, haciendo que mueran al instante y dejando la tierra estéril para siempre.

Entonces se dio cuenta: todos los sitios dónde había vivido estaban manchados por la muerte, este ente invisible e incoloro que lo devora todo a su paso, la espada implacable que empuña el Tiempo, dejándola caer cuando a éste le parece oportuno, sin tener en cuenta nada amistades, sueños, esperanzas y amores. Sin tener en cuenta la justicia ni la inocencia.

La muerte siempre parece ser misericordiosa con los que traen el dolor al Mundo, como si el tiempo gustara de un humor negro, hiriente y fuera de contexto.

Entonces, en resumidas cuentas, mientras conservara su memoria ya no existiría un lugar dónde realmente se sintiera agusto, sin que la muerte le sonriera con insoportable sarcasmo.

Quizá debiera pensar, entonces, si existía algún sitio en aquel Mundo dónde alguna vez hubiera sentido que el Tiempo se detenía, dónde incluso la muerte fuera expulsada, resplandeciendo siempre bajo un techo de estrellas, refulgiendo con el perlado color de la eternidad. Sí, durante muchas noches había vivido en aquel lugar. No era una casa, ni siquiera una simple habitación de hostal: eran aquellos campamentos al aire libre que Mirta, Menlil y él habían levantado durante meses cuando ni siquiera tenían dinero para pagarse una cama de un decrépito hostal. No, allí jamás había existido el tiempo y, cada vez que se personaba empuñando su espada, ellos le expulsaban entre risas, acordes y bailes. Sí, quería volver a aquellos tiempos, a pesar de sonar egoísta. Quería volver a creer que el dolor y la pérdida eran ajenos a él y a los que le rodeaban.

Una guitarra, un saco de dormir, algunas provisiones, una hoguera y un cielo estrellado.

Aquello era todo lo que necesitaba.

Repleto de una resolución inquebrantable, cerró los ojos, depositó con fuerza sus manos sobre el tronco y dejó volar su imaginación y sus recuerdos a la vez, hacia aquellos tiempos que le parecían vividos por otra persona en otro Mundo.

Tuvo la extraña sensación que la imagen que había recreado su mente se había escurrido de esta y había ido a parar a otro sitio, no como el pintor que recrea un paisaje pintándolo, sino como si el propio paisaje en sí mismo se hubiera trasladado a un sitio distinto. Él sabía que ese algo no se había dedicado simplementea copiar lo que pensaba, sino que lo había reproducido de forma exacta, conservando su esencia.

Cuando abrió los ojos, su corazón, en menos de un segundo, se puso a latir a un ritmo rápido y profundo. Se tambaleó, agarrándose al Tronco que tenía a sus espaldas.

Un extenso claro se extendía ante él. En el centro había una gran hoguera encendida cuyas lenguas de fuego parecían ascender hacia el cielo estrellado que se extendía sobre su cabeza. A derecha e izquierda se hallaban provisiones de comida y bebida, la misma guitarra que él había tocado durante muchos años, y un desgastado saco de dormir. Rodeando el claro había árboles de notables dimensiones que le impedían ver más allá de éste. Solamente la presencia del Gran Árbol, con sus ramas de adobe que se extendían hacia arriba recortándose contra el cielo nocturno le permitía saber que aún se hallaba en aquella “rama” dónde que, segundos antes, había sido una simple y retorcida gruta hecha de adobe y barro.

Sin pensárselo ni un momento, se dirigió hacia dónde se hallaba la guitarra tumbada sobre la hierba, la agarró con ambas manos, regresó al Tronco apoyando su cabeza contra él (si tenía las manos ocupadas, esperaba que aquello bastara para conectar su cuerpo con la magia de la Morada) y pensó en el lugar dónde se hallaba Mirta en aquellos momentos. Según le había contado Hyunde, ella hacía tiempo que ya había llegado a las Cuevas*. Todo lo hizo por impulso, sin pensar en nada, como si algo en su interior le hubiera exhortado a hacerlo. Pasados los momentos de sorpresa iniciales al observar aquel claro, supo inmediatamente después que nada tenía sentido si no tenía a Mirta y a Menlil a su lado como en los días de antaño.

Al pensar en Mirta, tuvo la sensación que el corazón se abría de par en par, dejando de ser un músculo y pasando a ser un espíritu desconocido e invisible que latía a través de toda su piel.

Al abrir los ojos vio la misma hoguera encendida cuyas chispas parecían viajar hacia las estrellas, el desgastado saco de dormir y las provisiones. Sin duda, o había fallado conectándose al Tronco solamente con la cabeza, o, simplemente, Mirta no se hallaba en ninguna de aquellas ramas.

Justo cuando iba a dejar la guitarra sobre la hierba e iba a probar de repetir el experimento con ambas manos, observó tras la hoguera, que un caminito se internaba en el bosque, un caminito que no debería estar allí.

Arrugó la nariz, suspicaz, y tras unos segundos en qué trató, en vano, de recordar si antes de conectarse al tronco había visto un camino, se dirigió hacia él guitarra en mano y se internó en el bosque. Dentro de él no se escuchaban animales nocturnos, ni siquiera el sonido del viento moviendo las ramas de un lado a otro. Solamente la uniforme luz lunar se filtraba a través de las ramas, permitiéndole guiarse dentro de él. Era como si aquel fuera un bosque cristalizado, real pero a la vez imaginario, como la instantanea de un recuerdo vívido.

Poco tiempo pasó hasta que vio que, después de girar por un recodo del camino, el bosque llegaba a su fin y se abría un claro mucho más pequeño que el anterior y que, claramente, terminaba en un precipicio. Cuanto más se acercaba, más le daba la sensación que, contra la tenue luz de la Luna y las estrellas, había alguien sentado en el borde del precipicio.

Y, efectivamente, allí había alguien sentado de espaldas a él, fumando lo que parecía una larga pipa y mirando hacia las estrellas. Ante la figura se extendía un paisaje que le era bien familiar: unos oscuros bosques que bordeaban el comienzo de la cadena montañosa de Ilmaren.

La reconoció al instante.

La luz de la Luna arrancaba débiles destellos rojizos de sus cabellos, los cuales se hallaban suavemente posados sobre su estrecha espalda. Observó la larga y delicada mano que mantenía la pipa unida a sus labios, y sintió un profundo estremecimiento en su interior. Era tan blanca que era como si una estrella hubiera cogido la forma de una larga pluma suspendida, de forma irreal, en el aire como el recuerdo de un sueño.

Se le cayó la guitarra de la mano, creando un estruendo semejante a un disonante trueno.

Nuán tuvo la impresión que Mirta se tapaba la boca con su mano libre mientras sus hombros parecían seguir un movimiento rítmico, pero no estaba muy seguro. Lo que sí era cierto es que se había quedado plantado en el suelo, temblando, como un árbol que sabe que está a punto de ser derribado por un rayo.

La joven, después darle otra calada a la pipa, carraspeó.

-Que sepas que me estoy esforzando con todas mis fuerzas para no abrazarte... - ahogó una risita que murió entre sus dientes – Pero es que así estás tan adorable...

Nuán sintió como un intenso calor le recorría ambas mejillas.

-Vaya...no sabía que tuvieras ojos en el cogote.

Mirta se giró hacia él y lo miró de arriba a abajo, en silencio. Con aquella oscuridad, a pesar de la luz de la Luna, no podía discernir ningún rasgo de su rostro, pero podía sentir con fuerza su mirada, recorriendo como unos finos e invisibles dedos todo su cuerpo.

Apretó los puños y sintió un intenso escalofrío bajándole por la espina dorsal. Aquel lugar, aquella mirada, aquella burbuja de tiempo en la qué se hallaban inmersos...

El joven, reaccionando a la ténue pero implacable ola de calor que había invadido sus entrañas, distendió sus labios y los abrió dibujando una cálida sonrisa. Y, despegando sus raíces del suelo, echó a correr hacia ella y la estrechó con fuerza entre sus brazos. Ella pegó su cabeza contra su pecho y le rodeó también con sus brazos. Aquellos cabellos aún seguían oliendo igual, tenían aquel mismo perfume natural, una fragancia que nacía desde dentro de ella misma. Dentro de aquella burbuja parecía todo tan irreal y, a la vez, real, que su cabeza empezó a dar vueltas y más vueltas como un torbellino.

Ahora que la Luna les iluminaba a ambos, era el momento de zambullirse dentro de sus ojos, a ver hasta qué profundidad podría bucear dentro de ellos.

Se separó de ella y, agarrándole las manos con suavidad, la miró a los ojos. Aquellas dos turquesas abiertas de par en par le sonrieron de una forma que unos labios no saben dibujar. Cuánto más se sumergía en ellos, más sentía su alma vibrar, aquel alma que llevaba tanto tiempo sin sacudir.

Sin mediar una sola palabra, ambos se echaron a reir, cogidos de las manos.

Y comprendió que lo único que había de irreal allí, era el tiempo.





Friday, August 19, 2011

Solitario Viaje


Nuán estaba acostumbrado a viajar de noche.

En sus días de juventud, cuando había recorrido cientos de kilómetros con su banda a través de Espiral, muchas veces tenía que viajar de noche para cubrir las grandes distancias entre un pueblo y otro y, así, llegar a tiempo a las actuaciones. Pero en aquellos tiempos, los Lamat no amenazaban con asesinar a todos los humanos que se encontraran en su camino, ni tampoco existía una Orden que quisiera subyugar al resto de Órdenes con incontables batallas fraticidas.
Lo primero que había hecho al empezar su viaje hacia las lejanas cuevas de Türa, fue desprenderse de las togas de seda que llevaba en su jubón y rompió y ensució con barro, a propósito, la que llevaba encima, para que no supieran nada de su orígen ni de su estatus social. Entonces, en un mercado de un pueblo arrasado por la miseria y por la guerra, compró ropas de viaje desgastadas para su largo viaje.

Durante su época itinerante, también había aprendido que pasar desapercibido y no llamar la atención era la mejor opción. De hecho, era preferible parecer un vagabundo que viaja por obligación y sin rumbo alguno, que parecer un viajero que lo hace por placer o por un objetivo concreto. Se dejó crecer la barba durante los primeros días de viaje y, cruzando frondosos bosques y llanuras solamente bañadas por la Luna sin nadie más alrededor, se dejó guiar por las estrellas, como había hecho antaño.
Pero no había tiempo de recrearse con paisajes, cascadas ni riachuelos que engalanan valles. No, mientras los aullidos y los terroríficos gritos inhumanos de los Lamat siguieran superponiéndose a los trinos de los pajaros y al ulular de los búhos.

Tenía que darse prisa, valerse de su astucia a falta de fuerza.

Al cabo de una semana de viaje ya sabía cómo esquivar a los Lamat de una forma satisfactoria. Por una extraña razón, los monstruos feéricos rehuyen los bosques si les es posible. Nuán primero se situaba mediante la disposición de las estrellas en un claro de una floresta, y luego se internaba en los bosques, tratando de no desviarse demasiado. Y por los pueblos que se iba encontrando y el estilo de vegetación de los alrededores, sabía que iba en buen camino.
Y, en aquellos momentos, se hallaba ante una pequeña hoguera que había encendido con su yesca y pedernal, escondido en una cueva natural que había encontrado oculta entre unas ramas.
Miraba cómo las llamas danzaban ante él con sus ojos fijos en ellas y, de repente, sintió una fuerza interior que estuvo apunto de combustirle el alma por entero. Y justo después asomó en sus labios una sonrisa, mientras se tumbaba sobre la hierba y observaba las estrellas que se entreveían entre las ramas y las rocas de la cueva.

Desde que había dejado la banda de "Los Decandentes" después de la falsa muerte de Mirta, su amor platónico, se había ocupado durante años en tratar de ayudar a los demás, y de ser útil a los demás sin renunciar a sus principios. Lo intentó en dos ocasiones, y en las dos había fracasado. Primero como miembro de la Órden de Húlen, luego como director de la Escuela de Fortaleza y finalmente como profesor de Leyendas en Firya. Conflictos de intereses, una marioneta de Agros y finalmente, un paria social apartado de todo. Arrastrado por todas esas circunstancias, había terminado siendo un muerto en vida, un autómata, alienado de sí mismo.

Tumbado sobre la hierba, su corazón empezó a bombear con rapidez mientras recreada su reencuentro con Mirta, la mujer que había amado, amaba y amaría por siempre. Se le hinchó el pecho de algo que no se puede explicar con palabras, que solamente se explica con silencios.
Su falda como olas de un mar embravecido, danzando con un viento huracanado mientras le sonría y le animaba a seguir adelante, con una sonrisa maliciosa. "¡Te has quedado dormido! Y actuamos en menos de 3 horas! ¡Estamos a 50 km grandullón!"

Otro aullido de Lamat, y gritos lejanos y desesperados. Fuego. Lamentos.

Pero no pierde su sonrisa. No, esta vez quiere mantener su corazón caliente, repleto de aventuras que puede que nunca empiecen. Pero...¿Qué más da? Le apetece soñar, hace tiempo que no puede satisfacer ese capricho por siempre irrealizado que hierve en su interior.

"No podré actuar, no...me he quedado sin voz" - decía Mirta, sollozando, justo antes de una de aquellas actuaciones. Y cuando eso pasaba no la abrazaba, solamente le sonreía con su mirada tranquila y calmada, y empezaba a tocar algunos acordes sencillos.

"No pienses en el concierto, piensa que estamos en medio de un campamento"

Y, de repente, su cristalina voz, grave y entrecortada al principio, enmudecía montañas y valles, pinturas y palabras. Y su corazón empezaba a sobrevolar toda duda y miedo, y era capaz de arrasar cualquier muralla, cualquier frontera.
Le abrazaba, efusiva, susurrándole un "te quiero" en el oído, que le dolía más que cualquier palabra de odio que ella hubiera pronunciado.

Eran otros tiempos, otros sentimientos, otros colores y aromas.

Debería sentirse triste, desesperanzado, asustado. Pero en cambio sentía como si el paréntesis abierto desde la disolución del grupo se hubiera cerrado y hubiera vuelto a la juventud. En medio de toda aquella tragedia quería cantar, bailar, ofrecer música a los demás. ¿El caos le había devuelto la cordura, o la locura?
Por el rabillo del ojo creía haber observado unas luces azules que vibraban entre los árboles. Decía una leyenda que cuando los Lamat asediaban Espiral, los espíritus de la naturaleza conspiraban con ellos para hacerles más fácil el trabajo, haciendo que el viajero perdiera la razón, la orientación o haciendo que se quedara atrapado en un laberinto del cual es imposible salir.

Nuán se levantó y miró nuevamente a las estrellas. Recordó a su siempre servicial Kiu, su discípulo, a Nyana, la niña que le había amado de forma platónica. Y desde Täurion, su memoria se desplazó hacia Fortaleza, volando sobre Lyr, con esta alma inquebrantable del color del ocaso, volando sobre Solfska y su fuerte e improvisada magia y alegría, sobre Ichiro, Yume, Anie, y todos cuantos se habían rebelado contra un destino tan desfavorable, fueran humanos o feéricos. Pues esa era una guerra en la cual los diferentes, los bizarros, extraños y misteriosos deberían cambiar el curso de este gigante que lo devoraba todo a su paso. ¿Qué era verdad y mentira en todo aquello que sucedía? No le importaba. Había confiado a unos niños el legado que había recopilado durante tantos años y estaba convencido que solamente ellos podían cruzar las montañas y, por fin, cambiar a la humanidad y también al mundo feérico, alejándolos de toda barrera moral.

¿Y por qué ellos? No, no eran unos Elegidos. Simplemente, confiaba en ellos.

Él había pulsado una tecla que nadie antes había pulsado y ahora ellos debían interpretar esa melodía que él había esbozado.
Un escalofrío recorrió su espalda, un escalofrío gélido y a la vez abrasador. Tenía unas ganas ingobernables de subirse a un árbol y gritar a los cuatro vientos: "¡Hay tantas Órdenes como personas en el mundo!"

Y otra vez Mirta, como una maldición que persigue con su hechizo cualquier pensamiento. Su menudo cuerpo entre las ramas, abierto como una flor, con su oscuridad que espanta hasta a las estrellas que, sin nubes ni tormentas, se creían a salvo.
Y, de repente, los ojos negros de ella se convirtieron en dos piedras de lapislazuli. Dos piedras tan refulgentes que le dejaron ciego por unos instantes. No podía ver nada, solamente sentía cómo algo con una fuerza descomunal le retorcía el cuerpo de arriba a abajo y, literalmente, lo estiraba y lo encogía a su voluntad. Cuando recuperó la vista, ya no se hallaba ante el rostro de su amada, sino rodeado por unas serpientes azuladas con forma de espiral que se retorcían entre ellas, devorándose las unas a las otras. Por mucho que trataba de huir de aquella escena, no hacía más que quedar más y más atrapado en aquella terrible enredadera de reptiles.
Las serpientes, de cada vez menores en número pero más poderosas, le empujaban por encima de las árboles y pronto se encontró flotando sobre unas montañas nevadas y brumosas, a través de las cuales solamente podía entrever una abismal oscuridad por una estrecha hondonada. Ni siquiera el Sol naciente era capaz de penetrar allí dentro. Todas las serpientes ya se habían devorado la una a la otra y solamente quedaba una sola, una de tal tamaño que su cuerpo estaba enroscado alrededor de los Tres Mundos.

Ante Nuán, se hallaba su cola y su gran cabeza, con las fauces abiertas, y unos ojos que cambiaban de color con la rapidez que se tarda en parpadear. Él estaba tan aterrorizado que sentía cómo si toda su energía se hubiera drenado y ya fuera incapaz de sentir terror. Y, sin embargo, estaba aterrorizado...

La serpiente le engulló.


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Era de noche. Sentía su cuerpo empapado, tumbado sobre una hierba que desprendía un dulce y agradable aroma. Una débil y reconfortante lluvia hacía que todo a su alrededor reviviera, que latiera bajo el influjo de una magia invisible, pero que podía percibir en cada hoja de cerezo que caía sobre él, adornada por la lágrima de una nube. La luna llena era un fino manto transparente que lo envolvía todo con su etéreo y misterioso tacto.

Y, en efecto, se hallaba rodeado por un gran bosque de cerezos que se iba deshojando lentamente, como un ritual, en plena primavera. Se incorporó sobre sí mismo, sentándose sobre la hierba cubierta de hojas rosadas y mojadas, y miró a su alrededor, sorprendido y a la vez repleto de excitación. No recordaba nada. ¿Quién era? ¿Qué era aquel lugar?
Entonces, algo hizo que el ambiente vibrara con otro tipo de energía, unas risas apagadas, unos ágiles pasos bajo la lluvia de aquí para allá, furtivos, secretos, siguiendo el ritmo de la lluvia, de las hojas, de la brisa.
Se levantó, hipnotizado por aquel huracán de sensaciones, y se dirigió hacia el origen de aquellas risas, de aquellos pasos acompasados, de aquel silencio hecho ruido.

Se escondió tras unos matorrales que crecían entre dos cerezos y observó lo que estaba ocurriendo en el enorme claro que se abría ante él. Y lo que vio le dejó sin aliento, petrificado, ausente de sí mismo y, a la vez, tan repleto de sí mismo que rebosaban mares de sensaciones desde su alma. Su corazón se aceleró, sus pupilas se abrieron como dos flores y sus manos se agarraron con fuerza a los matorrales, sin importarle que alguien le escuchara.

Al principio solamente vio dos luces vibrantes que, en ondas, se entremezclaban de forma majestuosa y graciosa entre los árboles que rodeaban el claro, al otro lado de dónde él se encontraba. Una se movía dentro del espectro de los rojos y la otra en el de los azules. Cuando se juntaban, dando vueltas en el centro como dos peonzas entrelazadas, una luz púrpura ascendía en espiral unos cuantos metros sobre el suelo y luego descendía con lentitud, en un silencioso abrazo. Poco a poco la luz de la Luna fue moldeando los dos cuerpos que habían estado rodeados por aquellas potentes luces, que ahora se disipaban en el aire, en la tierra o en los árboles.

Eran dos jóvenes. Un hombre robusto y de mediana estatura, de cabello corto y rojizo, y una joven de baja estatura, con sus cabellos castaños recogidos en dos largas colas que danzaban con el viento. Al instante, no sabiendo cómo, Nuán supo que se trataba de una joven feérica.
Iban ambos desnudos y se besaban, apasionados, en los labios y en el cuello, mientras, entre risas casi imperceptibles, se palpaban el cuerpo temblorosos, con curiosidad, como dos niños que descubren la sexualidad por primera vez.
Nuán, entonces, abrió los ojos entre sorprendido y divertido. El joven humano, con una erección tremenda entre sus piernas, adoptó una pose calmada y algo solemne en el centro del claro, con una sonrisa esbozada en sus labios. Extendió su mano derecha hacia la feérica, con el gesto universal de invitarla a bailar. Ella sonrió, con un leve y coqueto gesto de asentimiento, agarró con su mano la mano del humano, y empezó a dar vueltas sobre ella misma sobre la punta de su pie izquierdo, mientras mantenía plegada su pierna derecha sobre la izquierda, el pie sobre el muslo.

Mientras ambos bailaban, desnudos, con pasos lentos y sensuales bajo la luz de la Luna, Nuán empezó a escuchar una música al principio lejana y casi imperceptible. No se trataba de ningún instrumento ni de ningún canto. "Tu-tu-tum; tu-tu-tum...", el continuo y constante ritmo de las gotas de lluvia cayendo sobre los charcos que se habían formado por todo el claro; los árboles balanceados por el viento "fuuu-fuuu-fuuu", de notas graves y profundas; y el ulular de los búhos, como un antiguo canto que es la esencia del sentir arcano de la noche, "uuh...lu-uuuh".
El humano levantaba a la feérica con ambas manos, como si ésta flotara, y le hacía dar vueltas al ritmo de aquella canción de la naturaleza. Se abrazaban y se separaban, se perseguían, se atrapaban, estallaban en carcajadas...siempre siguiendo aquel ritmo.
Sin apenas darse cuenta, poco a poco Nuán sintió como varios escalofríos recorrían su cuerpo como una tormenta descontrolada. Como hipnotizado, salió por fin de su escondite, y sintió unos deseos irresistibles de unirse a aquel baile.

Al verle salir de entre los matorrales, ambos se miraron asintiendo, como si estuvieran esperando su aparición, y luego, el humano abrazando a la feérica desde atrás, le sonrieron afables, divertidos y un poco maliciosos.

-"Despójate de tu ropa y de todo lo que te constriñe, y únete a nosotros" - susurraron, sin necesidad de hablar.

Nuán obedeció al instante y una a una empezó a despojarse de todas sus prendas. Se acercó a ellos mientras su paso se aceleraba siguiendo aquella música que lo rodeaba, que le empapaba. Sintió como si su corazón ya no latiera solamente en su pecho: todo latía dentro y a su alrededor. No existían dudas, miedos ni temores, solamente el deseo de unirse a ellos en aquella eterna danza que no tenía nombre y jamás lo tendría.
Justo cuando iba a incorporarse a la danza, la expresión de sus miradas cambió. Primero se miraron entristecidos, como si esperaran que algo terrible les iba a suceder y, luego, le lanzaron una mirada de compasión, una de esas miradas que te gritan "¡Detente!", sin palabras.
El humano penetró a la feérica con fuerza, de pie y desde atrás, y lo último que escuchó Nuán antes de volver a caer presa de las fauces de la serpiente, fue el grito de placer de la feérica que rompió la música en pedazos.

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-Los Lamat o el Este.

Aquellas eran las palabras que pronunciaban los comandantes de los ejércitos feéricos encargados de llegar a todos los humanos de Espiral hacia los Portales que los llevarían a un nuevo mundo en el Exilio: el Mundo Ordinario. Normalmente no encontraban ninguna oposición, puesto que la mayoría de los humanos habían quedado diezmados y empobrecidos por la guerra que se había producido entre los Reinos, y la única salida que tenían era el Exilio hacia un nuevo Mundo con nuevas oportunidades. Además, ya habían vivido en sus propias carnes la brutalidad de los Lamat, los cuales no tenían ningún límite a la hora de cometer genocidios y asesinatos.

Pero los refugiados de la Orden de Ciriol era diferentes, muy diferentes.

Durante un lustro, los supervivientes de la pacífica Orden se habían refugiado en las montañas y en los bosques, tratando de seguir viviendo sus vidas junto a sus familias (o lo que quedaba de ellas), a pesar de todo. Querían conservar su forma de vida, su lengua, su cultura y sus relaciones siempre fructíferas con los feéricos. No habían hecho nada para que no fuera así.

O eso creían.

-Los Lamat o al Este.

Esas fueron las gélidas palabras del feérico de altas dimensiones, tez oscura y ojos azules como un océano congelado. En su rostro no se podía entrever expresión alguna, más que la sombra del desprecio. A su espalda le seguían una serie de hombres armados hasta los dientes, que parecían temibles estatuas que, de la noche a la mañana, habían cobrado vida.
A él se acercó uno de los miembros de Ciriol, vestido con una túnica blanca, visiblemente contrariado por lo que acababa de decir el feérico. Al principio se le veía confundido, sin saber realmente qué decir, pero luego al conocer el destino que les esperaba, empezó a gritar y a llevarse las manos a la cabeza, mientras que sus familiares incordiaban al resto de feéricos que los habían venido a buscar.

-¡Lamat! ¡Lamat! ¡Pero nunca nos esclavizaréis!

Eso fue lo último que escuchó Nuán antes de qué su visión se volviera borrosa, y los sonidos se convirtieran en una amalgama de frases inconexas sin significado alguno que crecían y decrecían de volumen constantemente.
No veía nada, pero podía escuchar los alaridos y los gritos desesperados, inhumanos, de familias enteras siendo asesinadas y devoradas por los Lamat.
Nuán sintió cómo en su mejilla caían unas lágrimas calientes como la lava, alimentadas por la tristeza y sazonadas con rabia.

Ciriol, la Orden que siempre estuvo cerca de los feéricos, pacífica y alegre. De ellos habían aprendido su lengua, su cultura, su forma de vivir, y lo habían adaptado al mundo en el qué vivían. Y, como castigo, un reino limítrofe los había barrido del mapa, obligándoles a vivir en la mendicidad, en montañas y bosques, y luego encima serían castigados por ser, simplemente, parte de aquella humanidad que había destruido Espiral con sus guerras que les eran ajenas.

Aquello era injusto, demasiado injusto.

Apretó los puños, sin dejar de llorar.

Venganza.

¡Venganza!

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La feérica se hallaba sentada en la hierba, rodeada por los largos brazos y piernas del humano que la abrazaba desde atrás. Tenía los ojos cerrados, fruncido el ceño, y su rostro temblaba de pura concentración. Alrededor suyo, luces de diversos colores danzaban con gran velocidad, creando y destruyendo Portales. Su mano derecha sostenía una pluma con la punta rellena de tinta negra, y, en el suelo, un largo pergamino. De repente, todo su cuerpo se convulsionó, y su mano fue directa hacia el pergamino, haciendo ademán de escribir. Giró el cuello y sus ojos negros se fijaron en los verdes del humano.
Se abrieron sus labios, los ojos en blanco, mascullando palabras en un idioma desconocido sin producir ningún sonido. Ambos fueron más allá que mirarse. Se zambulleron en sus miradas. ¿Cómo traducir en palabras una magia que no las necesita?

De los ojos de la féerica empezaron a surgir lágrimas, sin apartar la mirada de la de su amante. Balbuceaba, tartamudeaba, mientras trataba de encerrar con palabras lo que sentía al crear magia de forma natural, sin esfuerzo. Él acercó su rostro al de ella y, acariciándole sus mejillas con ambas manos, empezó a repetir una a una las palabras entrecortadas que la feérica pronunciaba de forma temblorosa. Los Portales seguían creándose y destruyéndose a su alrededor, con grandes estallidos de luz pero sin producir ruido.

-Creo que quisiste decir...Épirion nyl fävion

Justo cuando el humano acababa de pronunciar esas palabras, uno de los Portales que estaban apunto de volver a descomponerse suspendidos en el aire de la noche, pareció temblar y resistir en cerrarse, dejando una estrecha ranura por la que pasaba una cegadora luz anaranjada.
Los ojos de la feérica se abrieron, repletos de sorpresa y júbilo.

-¡Fu...funciona! ¡Lo hemos conseguido!

Ambos se abrazaron, emocionados, mientras el Portal que, con aquel conjuro, habían logrado mantenerlo ligeramente abierto, poco a poco se evaporaba fundiéndose en la noche.
Siguieron, entonces, traduciendo con paciencia la magia con nuevas palabras que surgían de la creatividad de la feérica y de la capacidad de comprensión del humano, que se dedicaba a traducir los balbuceos de ella. El pergamino, poco a poco, se iba llenando de caracteres que componían fórmulas y frases para conjurar Portales desde el Mundo Espiral.
Nuán no pudo reprimir una sonrisa de felicidad, mientras veía como aquella pareja se las ingeniaba para desafiar las leyes de ambos mundos, solamente para poder seguir viéndose y amándose sin restricciones, sin fronteras.
Cuando la feérica hubo terminado de escribir el pergamino, esta se lo entregó al humano apretándoselo en el pecho mientras se miraban y se sonreían como dos verdaderos amantes solo pueden hacerlo, sin palabras, sin nada que obstruya esa comprensión que va más allá de cualquier razón y sinrazón. Se sonrieron, se abrazaron, se besaron.

-A partir de ahora podrás visitarme siempre que quieras - susurró la feérica, mientras mantenía su cabeza de largos cabellos oscuros sobre el pecho del humano, yaciendo ambos sobre la hierba.

-Eso si los Lamat no me encuentran antes - murmuró el humano con una sonrisa algo amarga, mientras le acariciaba los cabellos a la feérica.

La feérica, entonces, visiblemente contrariada, se incorporó sobre sí misma y se sentó sobre las caderas del hombre, apoyando sus pequeñas manos sobre sus hombros.

-¡No vuelvas a pronunciar estas palabras! ¿Me oyes? Todo saldrá bien. Hay muchos lugares dónde esconderse, dónde seguir viviendo sin preocupaciones. Y yo...yo te protegeré.

Otra vez se abrazaron, entre unas brumas que iban poblando aquel claro que, hasta aquel entonces, había estado iluminado por incontables y fantasmagóricas luces. Nuán tenía la sensación que ya conocía aquella historia, que la había leído o se la habían contado en algún sitio. Pero solamente sabía a ciencia cierta que la feérica ya no podía quedarse por más tiempo en el Mundo Espiral y que tenía que volver a su Mundo puesto que, si no lo hacía, se consumiría.
A medida que pasaba el tiempo, la bruma se fue haciendo más espesa y Nuán ya no podía ver los dos cuerpos unidos por el amor y por el sueño hecho realidad de poder volver a verse fuera en el mundo que fuera. Empezó a caminar hacia lo que creía era el centro del prado, a tientas, buscándolos, queriendo advertirles de algo de lo qué no se acordaba. Desesperado, pasó de caminar rápido a correr, gritándoles, rogándoles...

Al cabo de un tiempo que le pareció una eternidad, Nuán cayó de bruces en la hierba y se dio cuenta que se hallaba en el mismo sitio en dónde había empezado la búsqueda: había estado dando vueltas alrededor del claro. Posó sus manos sobre la hierba, su rostro fijado en sus briznas casi invisibles, y sintió una insoportable opresión en el pecho.

Desconsoladamente, empezó a llorar...y no sabía por qué.

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Cada vez que la serpiente estaba a punto de volverlo a engullir, un terror irracional sacudía todo su cuerpo como una descarga eléctrica, como un árbol arrancado de sus raíces por un huracán.
Las fauces del monstruo se habían abierto, terribles, indescriptibles; y se dio cuenta que no era aquella visión lo que le producía aquel miedo insondable, sino la historia que venía detrás, la historia en la qué sería participe lo quisiera o no.
Cerró los ojos con fuerza y se dejó engullir, sin ofrecer resistencia. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Por extraño que parezca, al ser escupido por la serpiente en otro tiempo, en otro lugar, la escena que presenció le pareció insoportablemente familiar.

Estaba atardeciendo. El humano corría a través de los bosques, apretando el pergamino contra su pecho, con las ropas ajadas, medio desnudo y ensangrentado. Por todas partes podían escucharse aullidos, alaridos y gritos guturales que helaban la sangre hasta al más valiente. Él sabía que no era por su propia integridad por lo que temía, sino por la posibilidad de no volver a verla. Sí, a ella. De vez en cuando, mientras no cesaba de correr, echaba un rápido vistazo al pergamino tratando de recordar las fórmulas necesarias para abrir el Portal que le llevaría al Mundo Feérico. Pero primero necesitaba encontrar algún sitio dónde pudiera estar a salvo de aquellos monstruos para así poder invocar el Portal con el tiempo y la paciencia necesarios para ello.
Conocía muy bien aquellos parajes plagados de bosques y montañas, así como cada sendero y camino que transcurrían a través de ellos, así que lo que hizo fue tomar los senderos más difíciles y menos obvios para llegar a un sitio dónde él sabía que jamás le encontrarían.

Nuán corría junto a él, siguiendo sus pasos de cerca, y él mismo podía sentir la emoción y el temor que emanaban del pecho del joven. ¿Hacia dónde se dirigiría?

Sorteaba árboles, arbustos, rocas y desniveles como si de una gacela se tratara, mientras que los Lamat de cada vez se oían más distantes y menos amenazadores. Poco a poco iban perdiendo su pista, seguramente prefiriendo focalizar sus energías y sus habilidades en presas más fáciles. Al cabo de dos horas, ya solamente se escuchaban sus pasos amortiguados por la hierba, y el trino de los pájaros que se preparaban para pasar la noche en la copa de los árboles más altos.
Nuán sintió una energía extraña que parecía emanar de todas partes, del viento, del Sol moribundo, de la tierra y del latente fuego. Era obvio que de un tiempo a esta parte, el humano se había introducido en el interior de una tierra que estaba bajo la protección de un conjuro.

Justo cuando llegó a lo alto de una loma, el joven se detuvo, recuperando el aliento y manteniendo el libro apretado contra su pecho.

Aún a pesar de hallarse en territorio protegido, no tenía tiempo para estar horas recitando el conjuro que abriera el Portal hacia el mundo feérico y permitir su libre entrada en él. Los Lamat, pese a verse frenados por la magia, eran feéricos y sabían cómo neutralizar aquellos conjuros en cuestión de minutos. Nuán supo leerlo en su mirada.
El humano, entonces, colocó su mano izquierda sobre una gran piedra que se hallaba en el centro de la loma y, de cuclillas, empezó a recitar unos versos mágicos entre dientes. Nuán no podía discernir ninguna sola palabra, pero en seguida comprendió que estaba convocando a los feéricos desde Espiral, para que abrieran el Portal que allí se hallaba.

Al principio, lo único que Nuán discernió fueron unos fuertes destellos que provenían de la piedra, tan brillantes que ni siquiera podía discernir los colores ni las formas. Luego vinieron unas grandes llamaradas que, en oleadas rojizas, sobresalían de la gran roca y rodeaban el cuerpo del humano. Nuán tuvo que taparse los ojos con el brazo, puesto que sentía que si sostenía la mirada un sólo segundo más, se quedaría ciego para siempre. Las estrellas y la oscuridad de la noche desaparecieron y, en su lugar, aparecieron unos vértices plateados que cruzaban todo el firmamento, como si se trataran de cuerdas de una arpa inmensa.
Poco a poco, aquel prado dónde ambos se hallaban fue mutando a medida que aquellos filamentos plateados acariciaban la tierra desde el firmamento. Un lago, un inmenso lago de color esmeralda que cubría todo lo que había sido el prado, aparecía y desaparecía al ritmo de unos extraños latidos que provenían del interior de las grandes llamaradas.

Nuán, entonces, sintió como si su cuerpo, se hubiera vuelto tan frágil y volátil como una pluma y, como las polillas hacia una hoguera, se sintió irremediablemente atraído hacia aquella gran llamarada que refulgía delante suya. Le invadió el pánico al comprobar que no era capaz de tocar con los pies en el suelo, al comprobar que en aquel instante la gravedad había desaparecido. Su cuerpo empezó a dar vueltas alrededor del fuego arcano, a tal velocidad que en seguida perdió el sentido de la realidad y ya no pudo discernir el cielo de la tierra.
Gritó con todas sus fuerzas, tratando de desembarazarse de aquella atracción fatal, pero fue en vano, puesto que tanto sus brazos como sus piernas no le respondían.

Y entonces lo sintió.

El mar esmeralda que antes había visto "latir" a su alrededor, se estaba combando sobre él y tarde o temprano le engulliría, se ahogaría en él sin remedio. Trató de cerrar los ojos, y se imaginó tumbado en algún sitio convencido que aquello era un sueño...
Pero no pudo cerrar los ojos, y lo último que vio antes de perder el sentido fue a aquel humano, justo en medio de la gran llamarada, flotando allí en el centro de la misma, erguido, su cuerpo azotado por pequeñas y violentas olas de color verde que recorrían su piel desde sus pies a su cabeza. Y no vio en él la más mínima señal de alarma.

Al contrario.

Aquel humano era el artífice de todo lo que estaba aconteciendo a su alrededor, y, como el compositor que ha logrado por fin escribir su obra maestra, tenía el rostro sereno de aquél que tiene la certeza de que lo ha logrado, de aquél que escucha su obra acabada interpretada por unos excelentes músicos.

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Lo primero que escuchó Nuán fueron voces, muchas voces. Con el zumbido que se había aposentado en sus oídos, lo único que podía discernir era el tono de voz de aquella gente: eran sin duda voces nerviosas, indignadas y sorprendidas.
¿Le habría rodeado una turba de ladrones mientras dormía y soñaba con aquella extraña serpiente que le había engullido y le había transportado a multitud de pasados?
Si así era, sin duda ya era demasiado tarde para defenderse o huir. Sentía su cabeza apoyada sobre el tronco de un árbol y su cuerpo, poco a poco, iba recuperando la sensibilidad. Abrió los ojos con gran esfuerzo y sintió como las nauseas le oprimían el estómago hasta llegar a la punta de su lengua. Estaba todo borroso, el mundo a su alrededor daba vueltas.
Empezó a vomitar violentamente, apoyando su mano derecha sobre el tronco del árbol y, poco después, sintió como poco a poco iba sintiéndose mejor.

Su visión fue recuperándose y, temblando aún por el esfuerzo que le había supuesto vomitar de aquel modo tan agónico, se giró hacia las voces que provenían de diferentes puntos a su alrededor. La escena que vio le dejó sin habla.

En el centro se hallaba el humano, bien erguido y con una solemne mirada, que hacía pocos instantes había obrado aquella enorme y sorprendente cantidad de magia en aquel claro, después de haber huido, desesperadamente, de los Lamat. A su alrededor se hallaban, consternados y hablando a gritos entre ellos, unos seres altos y corpulentos, de largos cabellos plateados. Nuán no se podía creer que todavía se hallara dentro de aquel sueño, y más cuando tenía la sensación que todo aquello estaba sucediendo en la realidad, fuera cual fuera aquella realidad. Pero en aquellos momentos, no se detuvo a pensarlo, y se dedicó a observar y a escuchar lo que estaba sucediendo. ¿Por qué aquellas gentes estaban tan nerviosas?

Estaban en un pequeño claro, rodeado por unos gigantescos árboles que no dejaban entrever qué era lo que había detrás. En el centro, casi tocando el cuerpo del humano, estaba encendida una azulada hoguera que no era de fuego. Fuera lo que fuera, aquello que ardía no era fuego.

-¡Silencio! ¡Sileeencio!

Uno de aquellos seres corpulentos se adelantó, caminando varias zancadas hacia el centro del pequeño claro, y se dirigió al resto con el rostro grave.

-Ocupad vuestros respectivos lugares y dejad que el humano se pronuncie - espetó, alzando una de sus grandes manos.

-¡Aquí el humano no tiene voz ni voto! ¡Ha abierto un Portal sin nuestro consentimiento!

El resto asintió entre murmullos airados.

-"Así que estas gentes son feéricos" - pensó Nuán, mientras notaba cómo su cuerpo se iba amoldando a la extraña y espesa atmósfera de aquel lugar - "...¿Sin su consentimiento? No...no es posible. Un humano no puede crear por él mismo un Portal de la nada y entrar en el Mundo Feérico, por mucha sabiduría que tenga. Pero... ¡Un momento! ¿En serio que con aquel Libro ha conseguido...?"

Haciendo caso omiso a los comentarios del resto de los presentes, el feérico que parecía ser el lider o el portavoz del grupo dio unos pasos más y se plantó a apenas medio metro del humano, mirándole con unos ojos que parecían dos sondas abismales, oscuros, terribles.

-Humano - su voz era tan fría que parecía un bloque de hielo que llevaba siglos sin descongelarse - Considérate afortunado de tener ante ti a un feérico bondadoso, o al menos lo suficiente como para no matarte después de haber incumplido La Regla. Y ahora, habla.

Detrás de aquel "Habla" había una orden capital, inevitable, que era mejor no pasar por alto. Pero el humano parecía no estar asustado ni por aquellas palabras, ni por su penetrante mirada, y se limitó a acariciar el libro de conjuros con suavidad, como si estuviera acariciando los cabellos de su amada feérica. Luego, le devolvió una mirada cansada, algo derrotada, pero firme.

-Soy del pueblo de Ciriol, y conocéis de sobra que siempre hemos sido pacíficos - se tragó su orgullo, manteniendo en vilo el rostro de su amada que parecía latir dentro del libro - Sin embargo, los Lamat no han cesado de perseguirme y, finalmente, no me ha quedado otra opción que abrir este Portal.

El silencio era tan espeso y agobiante, que parecía estar sumergido en un estanque de aguas pantanosas.

-Que te quede bien clara una cosa, humano. Nos importa tres narices si los Lamat hacen un festín con tu cuerpo, o si procedes de uno u otro pueblo, puesto que todos sois la misma basura. Vuestra corrupción y vuestro salvajismo nos ensucia y nos agrede, y tardaremos miles de años en limpiar la hedionda huella que habéis dejado en muchos corazones - parecía que, de un momento a otro, aquel feérico le escupiría en la cara - Lo que queremos saber es cómo lo has hecho para crear este Portal. Nada más. ¡Responde!

Los feéricos presentes se hallaban sentados ante cada uno de aquellos enormes árboles, aparentemente tranquilos y escuchando con atención a su portavoz o lider. Pero en sus ojos refulgía una ira sin fondo, sin final.
El humano, acto seguido, acarició de nuevo el libro que llevaba consigo y se lo entregó al feérico, agachando la cabeza en modo de disculpa, otra vez pisoteando su propio orgullo. Nuán empezó a sentirse enfurecido tanto ante la actitud de los feéricos, como ante la del humano. Pero siguió atento sin decir nada.

Sin mediar una sola palabra, el feérico le arrancó el libro de sus manos y empezó a hojearlo con el ceño fruncido, página por página, parpadeando con mucha frecuencia. En poco tiempo, su rostro de concentración dejó paso a un rostro desconcertado, y los murmullos entre los presentes volvieron a ser audibles, quizá preguntándose sobre el contenido de aquel mamotreto.

-¡¿Qué diablos significa todo esto?! - tiró con violencia el libro al suelo, a los pies del humano - ¡En el Mundo Feérico los conjuros no existen, la magia siempre fluye! - se acercó más a su rostro, y ahora esbozaba una sonrisa burlesca pero algo nerviosa - ¿Intentas decirme que con un primitivo lenguaje humano has podido abrir un Portal? ¿Es esto lo que tratas de explicarnos?

El humano recuperó su compostura y, en aquella ocasión, le devolvió la mirada al feérico con un rostro poblado de dignidad. Quizá fue porque, al recoger el libro del suelo y acariciarlo de nuevo, el rostro de su amada había vuelto a comparecer para abrazar todo su ser.

-Efectivamente, con los conjuros escritos en este libro he podido abrir un Portal hacia vuestro Mundo, pero jamás hubiera podido hacerlo solo. No. Alguien me ayudó. Y ese alguien es la persona más importante para mí, aquí, en Espiral, o en cualquier otro Mundo.

El feérico entornó los ojos y, de pronto, pareció que lo comprendía todo. Y aquella comprensión pareció tocar una fibra muy sensible en su interior.

-...¿Alguien te ayudó? - arrastró las palabras, estrujándolas, ahogándolas - ¿Quién es ella? ¡Contesta!

El corpulento feérico le agarró con fuerza la camisa y le alzó dos palmos del suelo. Pero el humano no se inmutó y no hubo cambio alguno en su expresión perdida en un lugar muy lejos de allí.
Nuán sintió como, repentinamente, el tranquilo ojo del huracán había desaparecido y se había desatado una auténtica ola de ira desatada entre los presentes. Empezaba a temer seriamente por la vida de aquel humano. ¿Por qué diablos estarían tan enfadados? Era verdad que había quebrantado La Regla pero...¿En verdad no podían hacer la vista gorda, y más tratándose de un miembro del pacífico pueblo de Ciriol? Es más...era un humano, uno solo, y estaba indefenso.

-Es una feérica. ¿Verdad, maldito hijo de puta? Sí, seguro que es una zorra feérica que disfruta que los humanos abusen de ella.

El rostro del humano cambió como de la noche a la mañana y, deshaciéndose del yugo del feérico de un fuerte empujón, apretó los puños, sus ojos sombríos y salvajemente encendidos.

-Permitiré que me censuréis por quebrantar La Regla, pero no vuelvas a hablar así de Ynian. Jamás.

Todos los feéricos se miraron unos a otros, sorprendidos, sin dejar de hacer comentarios reprobatorios hacia la, para ellos, descarada actitud del humano. Sin embargo, Nuán creía que la reacción de aquel hombre había sido absolutamente normal. De hecho, había tenido más paciencia de la qué él hubiera tenido en su lugar, a pesar de no considerarse él mismo como una persona sanguínea.

-Como sospechaba - el feérico esbozó una agria sonrisa - Esto solamente podía ser obra de un miembro de nuestra raza. Un humano no está capacitado para, ni siquiera, manejar magia en el Mundo que les dimos para ellos. Patético. En fin, hermanos...¿Qué sugerís que deberíamos hacer con él? - se quedó pensativo, acariciándose la barbilla, agrandando su desagradable y cínica sonrisa.

-¡Destruir el libro y lanzarlo a los Lamat! - exclamó uno de ellos, señalando al humano con la voz llena de furia.

-¡Sí! ¡Que lo maten los Lamat!

-¡Muerte al humano!

Absolutamente todos los presentes se habían levantado y deseaban, con todas sus fuerzas, la muerte de aquel infeliz. Nuán no podía dar crédito a lo que veía y oía. ¿En verdad aquellas gentes eran feéricos? ¿Qué había de aquella pureza, de aquella generosidad y bondad de la que hablaban las leyendas? Una ola de rabia e impotencia invadió todo su ser y empezó a insultarles y reprocharles su frialdad y su carencia de sentimientos. Pero no, no podían oírle. Se sentía como si estuviera viéndolo todo desde detrás de una especie de membrana que le aislaba a él del resto del Mundo. Hasta el tiempo y los sueños tienen sus propias leyes y nadie puede hacer nada contra ellas.

El humano empezó a sollozar, pero no por miedo a morir, no, él hacía tiempo, mucho tiempo, que había perdido ese miedo. Nuán pudo verlo en sus ojos rojizos: se sentía traicionado y, además, tenía la profunda intuición que nunca más volvería a ver a su amada.

El portavoz o líder feérico negó con la cabeza con un rostro congelado, carente de ninguna expresión.

-Os equivocáis. La muerte no es suficiente castigo para una rata como él. Además, no hay que caer en las mismas fechorías que los humanos, porque sino existiría el riesgo de convertirnos como ellos o como los Lamat- el feérico observó a los presentes con una mirada reprobatoria, como un profesor que castiga verbalmente a unos niños malcriados.

El silencio volvió a aposentarse en el claro, un silencio afilado como una cruel espada. El humano seguía sollozando, con una de sus manos tapándose el rostro y con otra apretando el libro contra su pecho, pero no pedía clemencia. Y nadie parecía sentir empatía alguna hacia él. Al contrario. Algunos parecían divertirse a cuestas de su expresión desolada, carente de cualquier esperanza.

-¿Cómo te llamas, humano?

El feérico, a pesar de formularle la pregunta, le miraba por encima de los hombros y su mirada se perdía en un punto en el infinito.

El humano se enjuagó las lágrimas con su manga y respondió, con la cabeza gacha.

-Meshkir de Ciriol.

-Meshkir de Ciriol, quedas desterrado al Mundo Ordinario - a pesar de la gravedad de sus palabras, en su tono de voz helado no hubo cambio alguno - Puedes llevarte el libro contigo, de recuerdo. Allí no lo vas a necesitar.

Al principio pareció cómo si entre los presentes se hubiera asentado un clima de decepción pero, instantes después, todos asentían satisfechos y felices ante la decisión de su líder.

Nuán sintió como si en su interior se hubiera roto algo. No sabía qué era, pero lo sospechaba. Era una ciénaga, una infame ciénaga que se había extendido por todo su cuerpo, a través de todas sus venas. Aquella ciénaga había estado escondida en su interior, escondida incluso de sí mismo. Y ahora, junto a aquella marea de inmundicia, unos aullidos resonaban en cada poro de su piel. Aquello no era ira. Iba más allá de la ira.

De repente, sintió el instinto de asesinar a aquel feérico. Y no solamente a él, a todos los que le rodeaban.

Fuera de sí, se abalanzó hacia el corpulento líder e hizo ademán de estrangularlo con todas sus fuerzas. No era consciente de sus actos. No veía nada.
Estaba ciego.
Pero aquella membrana le impedía realizar lo que tanto ansiaba. Por mucha fuerza que hacía, por mucho que sentía bajo sus manos las venas del cuello del feérico, aquel ni siquiera hacia nada para quitárselo de encima.
No, no se daba cuenta.
No le veía, no le sentía.

-¿¡Cómo podéis decir que no mandáis a la gente a la muerte?! - gritó, sintiendo como si su pecho estuviera en llamas y sus ojos le salieran de sus órbitas a varios palmos de sus cuencas - ¡Habéis mirado hacia otro lado mientras los Lamat asesinaban a miles de personas! ¡Os mataré! ¡Os mataré! ¡Deseo ver vuestra sangre regando este claro! ¡Deseo descuartizaros a todos, hacéroslo pagar! ¡Lo pagaréis caro!

Sacó un pequeño cuchillo que siempre llevaba consigo por si alguna vez le atacaban, y lo clavó en el corazón del feérico, pero el arma se dobló sobre sí misma y un fuego azulado fundió el acero. Su cuerpo, entonces, salió disparado hacia atrás, volando varios metros, y su cabeza golpeó con violencia contra el tronco de un árbol.
La ciénaga que ahora se había convertido en una intrincada red de ríos que recorría su cuerpo hervía, echaba humo a través de su piel. Ya no sentía dolor, solamente sed de venganza ante una injusticia de tal magnitud. Se levantó con rapidez, mientras aquellos feéricos se llevaban al humano atado de manos hacia otro lugar y se dispuso a atacarle de nuevo pero, justo cuando estaba apunto de hacerlo, la sintió.

Sintió como la Gran Serpiente venía a por él, a través de dimensiones, tiempos y espacios, y venía a reclamar su cuerpo y su alma. ¡No, no se dejaría atrapar esta vez!
Ordenó a sus piernas que corrieran lo más rápido posible hacia su objetivo, cuchillo en mano, pero aquellas no le respondieron, como si estuvieran atrapadas dentro de un mar de lodo.

-¡Necesito liberar a Meshkir de estos asesinos! ¡No vengas a por mi! ¡Aún no! - exclamó, con los ojos inyectados en sangre - ¡Solamente te pido cinco minutos más! ¡Cinco minutos!

Pero, como era obvio, ya era demasiado tarde para resistirse. En efecto, el tiempo y los sueños tienen sus propias reglas. Unas reglas que jamás pueden ser quebrantadas.
La serpiente apareció entre los árboles, las fauces extremadamente abiertas y, a pesar de los sobrehumanos esfuerzos por parte de Nuán para evitarlo, el reptil se precipitó con rapidez hacia él y le engulló.

Todo en su interior se desactivó.

Un remolino.

Oscuridad

Y la nada.