Saturday, October 29, 2011

Las Cuevas de Türa

Cuanto más se acercaba a las Cuevas, más débil era la presencia de los Lamat, y aquello tenía una sencilla explicación: los ríos, las aldeas, las ciudades y, en definitiva, las zonas pobladas y fértiles iban desapareciendo paulativamente hasta transformarse todo en unos parajes agrestes de pequeñas lomas pobladas por matorral bajo y deprimidos árboles combados por el intenso viento. Los escasos bosques de clima seco aparecían aquí y allá como refugios momentáneos para detenerse a dormir durante el día, mientras que durante la noche se desplazaba siguiendo la Luna y los astros, como todo el mundo debería si su Mundo está invadido por miles de Lamat, seres diurnos por antonomasia.

Desde que había tenido aquel intenso y largo sueño, una sensación de ahogo y desasosiego se había apoderado de todo su ser. Se sentía cómo si aquella Serpiente se había alimentado de toda su energía, le había dejado sin ella y, luego, se la había vomitado de vuelta repleta de veneno e inmundicia. Quizá llevaba demasiados días caminando, o quizá era su mente, que se rebelaba a preocuparse de más cosas: había dejado atrás a demasiada gente y no tenía forma humana de saber qué había sido de ellos.

Estaban en un Mundo muy peligroso, y su intuición le decía que todo iría a peor.
Nunca había sido una persona negativa, ni mucho menos, pero es que en aquella ocasión no había nada que le sugiriera lo contrario. Además, todo había ocurrido muy deprisa: la destrucción de Fortaleza con miles de muertos, desaparecidos y exiliados; el exilio hacia Firya; el viaje de Lyr y los feéricos hacia Ciriol y su encuentro con Solfska; el asedio de Firya por parte de la Orden de Wail y de los Lamat; otra vez obligados al Exilio y a separarse cada uno por su lado...
Y ahora se veía abocado hacia otra aventura de futuro incierto.
En verdad le intrigaba qué era lo que Hyunde podía tener en mente. Estaba claro: tenía la intención de fundar una nueva Orden para, seguramente, tratar de hacer algo contra los Lamat y, también, contra Wail. Pero no tenía ni la más remota idea de cómo tenía pensado hacerlo.

Mientras caminaba imbuido en aquellos pensamientos, empezó a sentir unas nauseas muy parecidas a las que había tenido en el sueño, cuando había seguido a Meshkir hacia el Mundo Feérico a través del Portal. El agreste paisaje ante él no había cambiado ningún ápice, sin embargo, dentro de él algo sí estaba cambiando. Sus pasos le llevaban a un sitio en concreto, sorteando barrancos, colinas y riachuelos, y no era capaz de controlarlos. Su cuerpo estaba siendo atraído por alguna entidad invisible que se hallaba escondida en algún sitio profundo, bajo sus pies. Y llegó, entonces, a una suave hondonada, en dónde había un gran campo de bellas amapolas que parecía ajeno y sacado de contexto respecto al desdibujado paisaje de sus alrededores. Allí su cuerpo se detuvo, por fin, sin que él le hubiera ordenado que lo hiciera y se sintió sumamente sorprendido.
Ante él, dónde supuestamente se abría la pequeña grieta que llevaba, por escurridizos y peligrosos pasadizos, hacia las grandes salas de las cavernas de Türa, no había más que roca desnuda y erosionada por el viento y los aguaceros. A pesar de no haberlas visitado nunca, Nuán se conocía al dedillo la geografía de aquella zona de Espiral, y no cabía ninguna duda que ahora mismo debería encontrarse delante de la entrada.

Cuando se disponía a regresar sobre sus pasos para cerciorarse que no se había equivocado de ruta, sintió en su espalda un intenso y cortante escalofrío que le dejó, momentaneamente, sin respiración. Detrás suya estaba el origen de aquella extraordinaria fuerza que le había arrastrado hasta ahí, en contra de su voluntad. Sin saber por qué, la imagen de la Gran Serpiente con las fauces abiertas, apunto de engullirlo, le vino de nuevo a la mente y, por alguna razón, se sentía incapaz de girarse para observar a aquel ser que tenía sus temibles ojos posados en su nuca.
Lentamente y sin pausa, aquella presencia fue acercándose a él sin escuchar ruido alguno de pisadas sobre las amapolas, hasta que, finalmente, sintió como se detenía a muy poca distancia de él.

Cerró los ojos y contuvo la respiración.
No quería que lo engulleran otra vez.
Se negaba a volver a experimentar tanto odio, tanto dolor.

-Nuán, me alegro mucho de volver a verte.

En seguida supo de quién se trataba y, al instante, todos sus músculos se relajaron. Aquella suave y cálida voz...a pesar del tiempo que había pasado, no la había olvidado.
Su cuerpo, respondiendo por fin a lo que le dictaba su mente, se giró hacia la voz que le hablaba y, ante él, se encontró a un anciano de larga barba blanca y rala, pero con un porte orgulloso y sereno. Sus ojos resplandecían con alegría.

-¡Hyunde!

Los dos hombres se abrazaron efusivamente y se estrecharon las manos con energía. Nuán no recordaba cuándo había sido la última vez que había sentido una dicha tan sincera en su corazón. Bueno, mentía. Sí lo recordaba, pero habían sucedido cosas tan espantosas en el mismo lugar dónde lo había sentido, que cuando lo evocaba palidecía y temblaba todo su ser, sintiéndose como si algo le estrujara toda la vitalidad como una naranja exprimida.

-¿Qué sucede, hermano Nuán? De repente he visto cómo tus ojos se hundían hacia un lugar muy profundo y oscuro - Hyunde le examinó de cerca, estrechando sus pequeños y vivarachos ojos - Necesitas descansar. No habrá sido fácil para ti todo este viaje en solitario, dejando a tanta gente atrás.

Nuán se encogió de hombros, dejando escapar un suspiro.

-Tampoco lo habrá sido para ti, hermano Hyunde y, sin embargo, parece que hubieras rejuvenecido - dijo aquello último alegrándose de verdad por él - Todo lo que sucedió en Täurion, las torturas, vejaciones, matanzas...yo pude huir de todo esto. Tú no.

El anciano posó su arrugada y firme mano sobre su hombro, sin dejar de sonreír.

-Pero yo siempre he gozado de compañía, nunca he tenido que afrontar nada a solas. En fin, mi querido Nuán... - alzó su dedo índice y lo dirigió hacia él, como en tono reprobatorio - Ahora no es el momento de recordar los malos tragos. Acabas de llegar a un sitio dónde todos somos hermanos y dónde ya nunca más te sentirás sólo -alzó su cabeza hacia las nubes e inspiró prundamente -Se dice que el simple aliento de un amigo es capaz de evaporar todo pensamiento funesto, como una cálida brisa que descongela mil glaciares.

Nuán se vio contagiado por la franca sonrisa del anciano, y el amago de un llanto le asomó en el interior de sus ojos mientras sentía como si su corazón volviera a latir después de una eternidad aletargado. Es verdad que el corazón es un simple músculo, una máquina de bombear sangre hacia el resto del cuerpo. Las emociones se fabricaan en el cerebro...y, sin embargo, se sienten en el corazón. Cuando uno siente soledad, siente que el corazón se le enfría y se le encoge, y no el cerebro. Y Soledad era lo que había sentido Nuán no solo durante el camino hacia las Cuevas, sino desde hacía mucho, mucho tiempo. Incluso antes de aquella guerra. Todo había empezado aquel día, aquel día en qué...

-Nuán, tu cerebro parece una sala de torturas - Hyunde se cruzó de brazos, con el rostro serio y estricto, como el de un profesor ante un alumno aventajado que pierde las esperanzas después de un solo mal examen - ¡Relájate! Voy a terminar enfadándome si sigo viéndote perdido, regodeándote en un vacío inexistente. Es la hora de partir. Ya estamos todos.
¡Sígueme!

Desde aquel mismo instante en qué vio a Hyunde dirigirse hacia dónde, supuestamente, se hallaba la entrada hacia las Cuevas, Nuán se prometió a sí mismo que no volvería a creer en vacíos sino en personas, empezando por él mismo. Y eso de confiar en las personas se le daba muy bien. No tenía que empezar de cero.

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Después de recitar un escueto conjuro, la pequeña abertura que daba entrada a las Cuevas se mostró ante ellos, oscura como una noche de luna nueva y sin estrellas. Una empinada escalera se introducía en el interior de la tierra como si hubieran clavado un cuchillo dentro de ella, un cuchillo sin final. Hyunde caminaba con rapidez y agilidad llevando consigo una pequeña piedra que lo iluminaba todo con una tenue pero suficiente luz anaranjada. A ambos lados solamente se alzaban grandes extensiones de estalactitas y estalacmitas, húmedas y gruesas como troncos de árboles viejos, y aquí y allí aparecían pequeños estanques de agua oscura y calmada, producto de millones de años de recibir las gotas de agua que, pacientes pero sin pausa, se habían precipitado hacia el suelo.
Nuán sentía como si se estuvieran introduciendo en un reino dónde el ser humano no tenía cabida, un reino dónde el silencio era la única ley dominante. Sus pasos resonaban de forma violenta y le daba la sensación que, rompiendo aquel silencio, estaban cometiendo algún tipo de herejía. No cesaban de bajar y bajar, cruzando grandes salas oscuras que dejaban a los lados y, poco a poco, la temperatura iba bajando paulativamente. Breves rachas de una brisa fría como el hielo le traspasaba el cuerpo, una brisa que provenía de las profundidades y que parecía no tener ni principio ni fin.

¿Cuánto tiempo estuvieron descendiendo? ¿Una hora, un día, un año? Nuán había perdido el sentido del tiempo. Allí abajo éste parecía flotar de forma irregular, sin continuidad, y a veces unos trechos le parecían largos como una eternidad, y otros los cruzaban en un sólo instante.
Cuando por fin dejaron de descender por aquellas angostas escaleras y por aquellos estrechos y agobiantes pasadizos, se encontraron en una gigantesca sala cuya altura se perdía a cientos de metros por encima de sus cabezas. Alrededor, las estalactitas y estalacmitas en la roca creaban por doquier unas extrañas formas que recordaban a seres que se abrazaban, a árboles con las ramas entrelazadas y a distintos animales de formas un tanto imprecisas. A Nuán le dio un vuelco el corazón: la sensación de vacío silencioso que había sentido antes había desaparecido, y la había substituido una melancolía opresiva, un sentido de pertenecer a algo que ya no recordaba y que se había perdido para siempre.

Sus sentidos, repentinamente, se expandieron y desde aquel momento pudo percibir el discorrer de un río justo bajo sus pies, así como el ruido del viento sacudiendo las ramas y las hojas de unos árboles sobre sus cabezas. Pero lo que le dejó sin resuello no fue aquello que percibía con su oído, sino lo que vio al girar su cabeza de nuevo hacia el centro de la enorme Sala: una gigantesca columna de roca con forma de tronco de árbol se alzaba desde el suelo hacia arriba cientos de metros, seguramente llegando hasta el techo que no podía ver, y de su cuerpo central nacían unas arterias de roca hacia todos los lados de la sala que recordaban a las ramas. Nuán sintió que se le paralizaba el cuerpo.

-Ven conmigo, Nuán, y coloquemos nuestras manos sobre el Gran Árbol.

Sin dejar de observar aquella inmensa columna bañada por la luz anaranjada de la roca que Hyunde llevaba consigo, siguió a este hacia el centro de la roca y le imitó, colocando ambas manos sobre la húmeda superficie. Hyunde cerró los ojos y, con solemnidad, entonó unas palabras que parecían evocar un pasado muy remoto pero que, en aquel momento, se encontraba bien presente.

-Türa asyl Mylaen anun sín.

Ante su sorpresa, Nuán entendió lo que significaban aquellas palabras, como si lo hubiera sabido toda la vida.

-Somos el Árbol y la Cueva.

Rapidamente sintió cómo su cuerpo era violentamente zarandeado y arrastrado hacia el interior de la columna, a la cual traspasó sin ningún problema. Todo pasó tan deprisa que ni siquiera tuvo tiempo de sentir ningún fuerte sentimiento más que la sensación que el estómago le saldría por la boca por los bruscos cambios de gravedad que se sucedieron cuando su cuerpo fue lanzado, convertido en un rayo de energía, hacia una de las ramas de roca que ahora eran membranas, venas de magia que lo llevarían hacia un destino incierto.
Cuando recuperó la consciencia, Nuán se hallaba estirado en un pasadizo de la Cueva y sentía como si sus músculos se hubieran distendido y su cuerpo y su mente se hubieran aligerado de muchas cargas innecesarias. En su interior sentía un gozo muy difícil de describir. Se incorporó sentándose en el suelo, alzó las cejas, algo desconcertado, y esbozó una sonrisa.

Hyunde, a su lado, observaba el pasadizo con ojos brillantes y serenos.

-Esto ya no lo vamos a necesitar - abrió su mano derecha y observó detenidamente la piedra que emitía la luz anaranjada. Susurró una breve frase que Nuán no pudo discernir y su luz se extinguió. Luego, como si se tratara de un simple canto rodado, el anciano dejó caer la piedra en el suelo y se puso a caminar hacia adelante.

-Sigue mis pasos. Esta oscuridad será breve.

Avanzaron en la más completa oscuridad y Nuán no podía más que palpar la húmeda pared del pasadizo para guiarse mientras caminaba a ciegas. ¿Por qué Hyunde había decidido avanzar sin luz alguna justo en aquellos momentos? Muchas preguntas le asaltaban, pero decidió que por el momento intentaría no darle vueltas al asunto y que seguiría avanzando hasta llegar al lugar dónde se encaminaban.
Pero para los ahora finísimos sentidos de Nuán, era obvio que se acercaban de forma inexorable a una potente fuente de luz. Las brisas, al principio gélidas, ahora eran tibias y agradables, y en el fondo de éstas podía discernir un suave y dulce aroma de algún tipo de flor que no conocía. Ya no le hacía falta palpar las paredes del pasadizo, puesto que ahora incluso se abrían, de vez en cuando, pequeños agujeritos que dejaban pasar la luz. Tuvo curiosidad de mirar por uno de ellos para saber de dónde venía aquella luz.

-No mires por estos agujeros - espetó Hyunde con voz firme, como si hubiera adivinado sus pensamientos - Se iría todo al garete. Ten paciencia.

Nuán trató de encontrarle lógica a lo qué le había pedido el anciano: seguramente se trataba de un conjuro que tenía que ver con los sentimientos del propio individuo que interactuarían con el entorno mágico que se había creado. No le encontraba otra explicación. Normalmente los conjuros eran independientes del sujeto que se encontraba en el interior de ellos, puesto que la magia había modificado la Realidad e incluso el Espacio-tiempo del entorno, pero el individuo simplemente se veía rodeado o afectado por esos factores, y no se veía obligado a seguir ninguna conducta para que aquel entorno siguiera activo.
Trató de acordarse de algún conjuro que había estudiado años atrás, pero en Espiral no recordaba que existiera nada parecido. Siguió dándole vueltas...

...Pero cuando llegó al borde del precipicio y observó lo que se abría delante suyo, todos los pensamientos se extinguieron como si sobre ellos se hubiera precipitado un gran Tsunami, engullendo hacia el océano todo lo que se encontraba por delante.

Primero de todo: si no llega a ser porque Hyunde le agarró de la túnica en el último momento, Nuán se hubiera precipitado en caída libre medio kilómetro hacia abajo hasta que todo su cuerpo se hubiera desparramado en mil pedazos sobre el nivel del suelo. Así que lo primero que hizo fue observar lo que se extendía bajo sus pies con un asombro casi reverencial que incluso le hizo olvidarse del vértigo que sentía:
Unos jardines laberínticos y dispuestos en tres niveles se extendían en miríadas de colores, formas y ritmos en círculos, rodeando una formación montañosa agujereada por cientos de pequeñas grutas que se abrían en la roca. Ellos habían salido precisamente de una de aquellas grutas. Sin embargo, justo en el momento que empezaba a maravillarse por aquellos jardines cuya belleza le sobrecogía, su vista empezó a ascender hacia arriba y, ante él, empezó a extenderse majestuoso y terrible, un árbol cuyas dimensiones excedían su propia imaginación. Su altura superaba, con creces, aquellos 500 metros que les separaba del suelo y sus ramas se perdían en el cielo.
Pero lo más inexplicable eran, precisamente, aquellas ramas: no eran unas ramas de un árbol normal, sino que las conformaban unas serpenteantes formaciones de adobe o de barro muy alargadas, como si hubieran sido moldeadas por un alfarero loco. En ellas se abrían pequeñas ventanas muchas de ellas iluminadas por luces anaranjadas. En resumen: el tronco era el de un árbol, pero sus ramas se asemejaban a largas grutas expuestas al aire libre.

Nuán parpadeó varias veces, sin creerse lo que se hallaba ante sus ojos. Se había olvidado, incluso, de respirar. Hyunde lo miraba, a su lado, con un semblante satisfecho y repleto de bondad, esperando que el joven recuperara la sensación de realidad.

-¿Co...cómo habéis creado...esto?

Haciendo caso omiso a su pregunta, el anciano dio unos pasos hacia adelante, hasta justo el borde del precipicio y, entonces, juntó sus dedos índice y corazón, se los llevó a la boca, e hizo ademán de hacer un silbido que Nuán fue incapaz de escuchar.
En aquellos momentos, se fijó en algo que por el impacto que le había producido el paisaje no había reparado: alrededor del Árbol, una serie de aves de grandes dimensiones volaban en círculos y de un lado para otro, yendo de una ventana a otra de aquellas extrañas y tortuosas ramas de adobe. Una de ellas fue acercándose, poco a poco y planeando sin esfuerzo, hacia ellos viniendo desde las ramas más altas. Cuando ya se encontraba a menos de cien metros de ellos, pudo distinguir la forma y los colores que tenía aquel ave. Era extraña, realmente muy extraña, como aquel Árbol del qué procedía:
Su cuerpo parecía el de un murciélago pero su verde y emplumada cabeza era, definitivamente, la de un ave con el pico largo y anaranjado. Sus plumas en el resto de su cuerpo eran intensamente rojas como el Sol del atardecer. Cuando se posó ante ellos, soltando un estridente graznido, se dio cuenta que su tamaño era mayor del qué había creído. Debía medir unos cuatro metros desde el pico hasta su gruesa cola y daba la impresión que, en cualquier momento, abriría su enorme pico y se los zamparía a ambos sin ningún esfuerzo.

Y solamente serían el desayuno.

El animal, sin embargo, dobló sus dos largas patas, apretó su cuerpo emplumado contra el suelo y agachó dócilmente su cabeza ante los dos hombres. Hyunde se sentó sobre la bestia y le acarició el lomo con suavidad, mientras ésta le respondía con unos alegres gorgoteos sin variar de posición. Luego se giró hacia Nuán, con una brillante sonrisa bajo su espesa barba.

-Vamos Nuán, sube y agárrate a mí.

¿Subirse sobre aquel pájaro que parecía más inestable que un adolescente en plena pubescencia?

-¿N...no hay otra forma de llegar a destino que sobre esa...cosa?

-Existir, existen, pero ante el riesgo de una invasión por parte de los Lamat, los cuales podrían perfectamente encontrar este escondrijo, esa es la forma más segura de hacerlo, puesto que son aves muy fieles y, llegado el momento, terriblemente feroces - sentenció el anciano, con un tono de voz que no admitía réplica alguna. En verdad, tenía razón que se trataba de una buena idea el poder contar con aquellos monstruos con plumas en caso de invasión, pero aquello no le tranquilizó en absoluto.

-Está bien, voy allá - susurró, derrotado - Encantado de haberte conocido, Ynä.

Titubeando y sintiendo que aquella cosa, justo al echar a volar, les tiraría a ambos hacia el vacío, se acomodó sobre las plumas de aquel animal y se agarró a la cintura de Hyunde con todas sus fuerzas, mientras que éste se agarraba al antepecho del animal. Justo cuando Nuán estaba apunto de preguntar si en verdad no necesitarían ensillarlo y añadirle unas agarraderas de cuero, el anciano susurró algo inaudible junto al cabezón del pájaro y éste, sin ningún preámbulo, se levantó en toda su estatura y se lanzó al vacío, en picado, plegando sus enormes alas.
Durante los escasos segundos que duró aquella barrena, Nuán no sintió más que su mejilla pegada a fuego contra la espalda del anciano y un viento huracanado que parecía que, en cualquier momento, le arrancaría las orejas de cuajo. El corazón le había salido del pecho y se había instalado en su cuello, dónde le latía frenéticamente. Luego, con un movimiento brusco hacia la izquierda, extendió sus alas, dio un rodeo alrededor del tronco del Árbol y empezó a volar con vertiginosa velocidad hacia arriba, dibujando unas eses perfectas y ayudándose por la dirección del viento.
Poco tiempo después, sin que Nuán apenas hubiera abierto los ojos, el pájaro pareció haber llegado a un punto dónde empezó a planear alrededor de una de aquellas serpenteantes y agujereadas ramas de adobe. Si en aquellos momentos hubiera desviado su mirada más allá de la espalda del anciano y de lo poco que podía entrever a través de ella, hubiera podido disfrutar de un precioso atardecer que empezaba a teñir el cielo de miríadas de colores rojos, cada uno de ellos distinto al otro.

Con una suavidad inesperada, el pájaro entró por una gran abertura practicada en una de aquellas ramas, y, de repente, se encontraron en una especie de sala de estar espaciosa, de gran altura y bien iluminada.

-Ya hemos llegado - dijo Hyunde, encogiéndose de hombros y con una sonrisa de oreja a oreja - ¿Ves como no era para tanto?

En verdad, había sucedido todo tan deprisa, que no había tenido tiempo de pensar en nada más que en la dirección hacia dónde en cada momento decidía volar el pájaro. Justo al bajar de encima de la bestia, ésta simuló una breve reverencia ante ambos humanos con su emplumada cabeza y retomó el vuelo, saliendo por la abertura y desapareciendo en un abrir y cerrar de ojos.
Tratando de recomponer su zarandeada mente, Nuán estudió con su mirada el sitio dónde se encontraban: se trataba de una estrecha pero espaciosa sala de forma ovalada con paredes de barro que se precipitaba hacia abajo y dibujando muchas vueltas. Era extremadamente sencilla y no tenía ningún mueble. Solamente grandes aberturas redondas que dejaban pasar la luz del atardecer.

-Hyunde...¿Qué significa todo esto? - preguntó, algo desconcertado, tratando de encontrar alguna pista en aquella sala dónde no había nada que le recordara a una estancia.

El anciano soltó un hondo suspiro y miró a Nuán con serenidad, el cual tenía la sensación que volvía a estar delante de aquel personaje enigmático que se había encontrado en Täurion años atrás, cuando aún no se había desatado todo aquel infierno. Siempre tenía la sensación que iba un paso más allá que él en todos los sentidos, pero en ningún caso sentía que aquello fuera negativo. Más al contrario. Los hombres sabios rara vez hablan hasta que no es absolutamente necesario.

Y esta vez decidió hacerlo.

-Seguramente te estarás preguntando por qué nos hemos tomado tantas molestias en crear todo esto - justo al decirlo miró por una de las aberturas hacia los extensos jardines que se extendían abajo, ya en semi-penumbra. Luego volvió a fijar sus ojos en los de Nuán y continuó - De hecho, todos los hombres y mujeres que han llegado al Türa-Mylaen han tenido la misma duda. Lógico. Sin duda todos esperabais que nos reuniríamos en el interior de una cueva sellada con magia e iluminados por una simple hoguera. Una sencilla Morada, hablando en plata.

Hyunde se recostó contra la pared de adobe, demostrando, por primera vez, síntomas de cansancio dentro de sus arrugas que ahora dibujaban pequeñas pero profundas sombras en su rostro.

-Han sido años enteros de exilio y de sufrimiento, no para mí que ya tengo el corazón viejo y arrugado, sino para los jóvenes que me rodeaban, repletos de una vitalidad oscurecida por la guerra, llevando a sus espaldas el peso de demasiados sueños truncados. Lo único que les alimentaba era una esperanza, una sola: crear algún día una nueva Orden desde dónde todos pudiéramos empezar de nuevo, aprendiendo de los errores pasados, y desde dónde pudiera volver a fluir la magia y la sabiduría de antaño - un silencio casi místico se aposentó en la sala, un silencio que parecía ser parte de la voz del anciano - Nuán, este lugar aún está muy lejos de refulgir con una luz que vuelva a iluminar a Espiral, pero sin duda todos estamos haciendo un gran esfuerzo para que, poco a poco, así sea. Sin embargo, mientras fuera de aquí los Lamat siguen arrasando todo lo que se encuentran a su paso y Wail se dedica a recoger y comerse los frutos podridos, no podemos más que crear un vínculo, aunque sea débil, con nuestro remoto pasado para que, los pocos que hemos huido de este horror, no nos olvidemos jamás de los Días Luminosos.

Nuán había escuchado con atención todo lo que Hyunde le contaba, y, no obstante, solamente una frase le había quedado grabada en su mente, como un mantra que se repetía una y otra vez.

-Türa-Mylaen... El Árbol y la Cueva - susurró, como si aquellas palabras, de por sí, tuvieran la capacidad de encantar cualquier lugar del Mundo - En la leyenda de la Joven de las Estrellas se habla de ello. Meshkir y Féntar, después de beber del Cuenco de la fuente, tienen una revelación en la cual los humanos, al salir de la Cueva de las Dudas, ven como sobre aquella gruta ha crecido un árbol de proporciones gigantescas cuyas ramas enlazan el Mundo Espiral con el Mundo Feérico. En su ignorancia, los humanos, durante siglos, no habían encontrado las escaleras desde la gruta que les llevara hacia el Árbol. Al salir de la cueva, comprendieron que nunca más haría falta renunciar a sus grutas para encontrar ese vínculo con los feéricos. Entonces, Féntar y Meshkir supieron que Los Días Luminosos habían regresado y era momento de crear las Ordenes - Nuán recitaba todo aquello como si fuera la primera vez que lo leyera, dentro de su mente, su voz llena de asombro y una cadencia casi venerable - Así pues, la Cueva pasó a ser el símbolo de la humanidad en Espiral, y el Árbol el símbolo de los feéricos. De hecho, se dice que el símbolo que usaba la refundada Orden de Ciriol era, precisamente, el Árbol y la Cueva; mientras que Varmal usaba (y sigue usándola) la Luna Negra.

Al escucharse hablar de la Orden de Ciriol, su tono de voz varió casi imperceptiblemente y se acordó de Solfska y de la misión que les había encomendado a Lyr y a sus compañeros. ¿Sabría Hyunde que la Orden de Ciriol no había desaparecido? Es más, ¿Conocería más detalles sobre el misterio que se abatía tras las montañas de Ilmaren? ¿Y si le contaba lo de la Diadema, sabría responderle de alguna forma? Quería formularle todas aquellas preguntas y más, pero sentía que aquel no era el momento idóneo para hacerlo. Ahora lo que quería era saber qué había realmente detrás de la creación de aquel gran árbol cuyas ramas eran serpenteantes grutas agujereadas. Y más aún...¿Qué sentido tenían aquellas grutas vacías?

-Sé que tienes muchas preguntas que hacerme, Nuán, lo leo en tus ojos perdidos - el anciano pareció leerle la mente, pero aquello no le inquietó lo más mínimo. De hecho, sintió un cierto alivio - Mañana se celebrará una reunión en el Jardín y allí todas tus preguntas tendrán respuesta.

Cuando Nuán estaba apunto de decirle a Hyunde que, al menos, necesitaría un sitio para pasar la noche (con una rústica cama se conformaba), el anciano se puso a caminar hacia el interior de la estrecha sala, haciéndole un efusivo ademán con la mano para que le siguiera. Nuán, algo titubeante, le siguió a través de aquella gruta llena de recodos que no permitían ver su final o su principio.
Poco después llegaron a lo que parecía una pared de madera pero, por su disposición y su forma, estaba claro que aquello no estaba hecho adrede, sino que era el propio tronco del Árbol desde dónde partía aquella "rama" dentro de la cual estaban ahora.

-Bien, es muy sencillo, Nuán - dijo, acariciando la rugosa superficie del tronco - Hemos elaborado este Árbol de tal modo que cada gruta puede ser personalizada por su inquilino así como él lo desee. Esto permite que cada uno de los sabios supervivientes tengan a su alcance todos los recursos que tenían a mano antes que sus hogares fueran destruidos, agilizando así la creación de la Orden con toda la sabiduría a nuestro alcance - mientras hablaba, su mirada se hacía más luminosa - Una vez se ha creado el habitáculo deseado, se tiene acceso a toda la red de grutas que conforman el Árbol, visitando a quien desees visitar. Y todo mediante el pensamiento, que es capaz de moldear la magia sin necesidad de ningún conjuro.

Nuán, durante unos segundos, se quedó sin habla, creyendo que el anciano le estaba tomando el pelo. ¿No era aquel un procedimiento solamente al alcance de los feéricos? Ciertamente habían entrado en aquella enorme Morada con un conjuro, pero solamente el hecho de moldear la magia con el pensamiento se consideraba poco más que imposible en Espiral.

-Antes que me lo preguntes, sí, hemos tenido la inestimable ayuda de un ser feérico para crear esta valiosa red. Pero mañana habrá tiempo para aclararlo todo. Tú eras la pieza que faltaba y hemos esperado tu llegada como agua de Mayo.

¿Un ser feérico se había prestado para ayudar a la creación de la nueva Orden? ¿Desde cuando los feéricos se implicaban en los asuntos humanos desafiando la No-Intervención? Su cerebro estaba apunto de explotarle, pero sabía que todas sus preguntas no tendrían respuesta hasta la reunión del día siguiente. Decidió, entonces, zanjar primero el tema del habitáculo.

-Bien, ya sabes que estoy bastante desconcertado con todo esto...pero ahora vayamos al grano con lo de la creación del habitáculo.

Hyunde sonrió levemente, dejando de acariciar la superficie del tronco.

-Coloca las manos sobre la superficie del Árbol, y piensa en un hogar dónde hayas vivido y más a gusto te hayas sentido - justo al sentenciar aquello, el anciano se dirigió hacia una de las aberturas de la gruta e hizo ademán de silbar con ambos dedos - Mañana al amanecer, en el jardín.

Y eso fue todo. En pocos segundos, una de aquellas gigantescas aves apareció en la gruta con grandes aleteos, se subió sobre una de ellas y con un breve ademán el anciano se despidió de él, como si tuviera algo de prisa. Antes de darse cuenta se hallaba solo delante de aquel tronco, sin ninguna otra instrucción más que colocar sus manos y pensar en el hogar dónde se había sentido más a gusto durante su vida.

Él se había marchado de casa, sin siquiera despedirse, a los 15 años para dedicarse a lo que él más amaba, la música, junto a Mirta y Menlil, y otros 15 habían transcurrido desde entonces. Seguramente los Lamat habrían matado a todos los habitantes de la aldea, incluído a sus padres y a su hermana. Más de una vez le había dado vueltas a aquel asunto, pero dado que apenas había tenido tiempo para preocuparse de su pasado lejano, pronto una espesa niebla se interponía entre éste y él mismo. Se le oscureció el rostro, sintiéndose un miserable.

¿Tendría tiempo de visitar su aldea de nacimiento? ¿Tendría sentido hacerlo en medio de todo aquel caos? ¿Y si descubría lo inevitable, podría soportarlo? Un dolor agudo en su estómago se manifestó justo al pensarlo, como si una vieja y terrible herida hubiera reaparecido en el lugar dónde se hallaba una inofensiva cicatriz.

Por eso no tenía sentido recrear su primer hogar.

El dolor hubiera sido insoportable.

Tampoco tenía sentido considerar hogar todos aquellos sitios infestos dónde había vivido durante 10 largos años durante su alocada e inolvidable odisea con su banda. Negó con la cabeza tratando de sacudir unos vívidos y seductores recuerdos que le venían a la mente y obligó a su memoria a saltar sobre todos aquellos años y aposentarse en los hogares que había tenido en Täurion y en Fortaleza. Ambos habían sido distintas y enriquecedoras experiencias. En el primero había podido dedicarse libremente a la escritura, dando rienda suelta a su imaginación y a sus recuerdos, y había publicado su primer y único libro hasta la fecha. Había dejado que un chico y una chica fueran sus aprendices, y con ellos había podido olvidarse de la supuesta muerte de Mirta. Los había terminado considerando como algo cercano a sus hijos: Kyu y ...(nombre)...

¿También habrían muerto?

Su rostro se oscureció y sintió como su corazón le hacía un vuelco. La tristeza que le invadió fue mucho más profunda que cuando recordó su primer hogar. Apoyó su cabeza contra el tronco del Árbol y, en vano, trató de ir en contra del fluir de sus recuerdos que, como un río salvaje, se precipitaban con violencia a través de tierras desérticas y olvidadas. El río llegó hasta Fortaleza, y allí pudo observar a todos aquellos niños repletos de vitalidad que venían de sufrir algo que ningún niño debería jamás vivir: la guerra y la muerte. Sin embargo, al contrario que los adultos, los niños recuperan el calor y la sonrisa en un abrir y cerrar de ojos, si se les devuelve el triple de cariño y de alegría que todo el sufrimiento que han tenido que experimentar.

Nuán había vivido en una humilde habitación en el mismo Colegio dónde daba clases en Fortaleza. Habían sido cinco años de aprendizaje, a pesar de ser él el profesor. Cada clase que daba era como si una luz de distinto color se depositara en su corazón. Nunca había sido un profesor duro ni exigente, pero incluso él reconocía que la pasión que le ponía a sus clases y el ansia de enseñarles a los niños a pensar por ellos mismos y darles la curiosidad por aprender, había hecho que le adoraban y lo consideraran como un profesor carismático y divertido.

En ocasiones, incluso traía la guitarra y les cantaba canciones tradicionales que hablaban de alguna leyenda o alguna historia que debían estudiar.

Sin lugar a dudas, había sido la etapa que más orgulloso de él mismo se había sentido.

¿También habrían muerto?

El exilio, miles de niños huérfanos o muertos, otra vez el horror que nunca deberían haber vivido. Aquellos jóvenes rostros que habían perdido la luz de la vida, como un campo de flores en primavera que, de repente, recibe una nevada que jamás tendría que haber ocurrido y las congela todas, haciendo que mueran al instante y dejando la tierra estéril para siempre.

Entonces se dio cuenta: todos los sitios dónde había vivido estaban manchados por la muerte, este ente invisible e incoloro que lo devora todo a su paso, la espada implacable que empuña el Tiempo, dejándola caer cuando a éste le parece oportuno, sin tener en cuenta nada amistades, sueños, esperanzas y amores. Sin tener en cuenta la justicia ni la inocencia.

La muerte siempre parece ser misericordiosa con los que traen el dolor al Mundo, como si el tiempo gustara de un humor negro, hiriente y fuera de contexto.

Entonces, en resumidas cuentas, mientras conservara su memoria ya no existiría un lugar dónde realmente se sintiera agusto, sin que la muerte le sonriera con insoportable sarcasmo.

Quizá debiera pensar, entonces, si existía algún sitio en aquel Mundo dónde alguna vez hubiera sentido que el Tiempo se detenía, dónde incluso la muerte fuera expulsada, resplandeciendo siempre bajo un techo de estrellas, refulgiendo con el perlado color de la eternidad. Sí, durante muchas noches había vivido en aquel lugar. No era una casa, ni siquiera una simple habitación de hostal: eran aquellos campamentos al aire libre que Mirta, Menlil y él habían levantado durante meses cuando ni siquiera tenían dinero para pagarse una cama de un decrépito hostal. No, allí jamás había existido el tiempo y, cada vez que se personaba empuñando su espada, ellos le expulsaban entre risas, acordes y bailes. Sí, quería volver a aquellos tiempos, a pesar de sonar egoísta. Quería volver a creer que el dolor y la pérdida eran ajenos a él y a los que le rodeaban.

Una guitarra, un saco de dormir, algunas provisiones, una hoguera y un cielo estrellado.

Aquello era todo lo que necesitaba.

Repleto de una resolución inquebrantable, cerró los ojos, depositó con fuerza sus manos sobre el tronco y dejó volar su imaginación y sus recuerdos a la vez, hacia aquellos tiempos que le parecían vividos por otra persona en otro Mundo.

Tuvo la extraña sensación que la imagen que había recreado su mente se había escurrido de esta y había ido a parar a otro sitio, no como el pintor que recrea un paisaje pintándolo, sino como si el propio paisaje en sí mismo se hubiera trasladado a un sitio distinto. Él sabía que ese algo no se había dedicado simplementea copiar lo que pensaba, sino que lo había reproducido de forma exacta, conservando su esencia.

Cuando abrió los ojos, su corazón, en menos de un segundo, se puso a latir a un ritmo rápido y profundo. Se tambaleó, agarrándose al Tronco que tenía a sus espaldas.

Un extenso claro se extendía ante él. En el centro había una gran hoguera encendida cuyas lenguas de fuego parecían ascender hacia el cielo estrellado que se extendía sobre su cabeza. A derecha e izquierda se hallaban provisiones de comida y bebida, la misma guitarra que él había tocado durante muchos años, y un desgastado saco de dormir. Rodeando el claro había árboles de notables dimensiones que le impedían ver más allá de éste. Solamente la presencia del Gran Árbol, con sus ramas de adobe que se extendían hacia arriba recortándose contra el cielo nocturno le permitía saber que aún se hallaba en aquella “rama” dónde que, segundos antes, había sido una simple y retorcida gruta hecha de adobe y barro.

Sin pensárselo ni un momento, se dirigió hacia dónde se hallaba la guitarra tumbada sobre la hierba, la agarró con ambas manos, regresó al Tronco apoyando su cabeza contra él (si tenía las manos ocupadas, esperaba que aquello bastara para conectar su cuerpo con la magia de la Morada) y pensó en el lugar dónde se hallaba Mirta en aquellos momentos. Según le había contado Hyunde, ella hacía tiempo que ya había llegado a las Cuevas*. Todo lo hizo por impulso, sin pensar en nada, como si algo en su interior le hubiera exhortado a hacerlo. Pasados los momentos de sorpresa iniciales al observar aquel claro, supo inmediatamente después que nada tenía sentido si no tenía a Mirta y a Menlil a su lado como en los días de antaño.

Al pensar en Mirta, tuvo la sensación que el corazón se abría de par en par, dejando de ser un músculo y pasando a ser un espíritu desconocido e invisible que latía a través de toda su piel.

Al abrir los ojos vio la misma hoguera encendida cuyas chispas parecían viajar hacia las estrellas, el desgastado saco de dormir y las provisiones. Sin duda, o había fallado conectándose al Tronco solamente con la cabeza, o, simplemente, Mirta no se hallaba en ninguna de aquellas ramas.

Justo cuando iba a dejar la guitarra sobre la hierba e iba a probar de repetir el experimento con ambas manos, observó tras la hoguera, que un caminito se internaba en el bosque, un caminito que no debería estar allí.

Arrugó la nariz, suspicaz, y tras unos segundos en qué trató, en vano, de recordar si antes de conectarse al tronco había visto un camino, se dirigió hacia él guitarra en mano y se internó en el bosque. Dentro de él no se escuchaban animales nocturnos, ni siquiera el sonido del viento moviendo las ramas de un lado a otro. Solamente la uniforme luz lunar se filtraba a través de las ramas, permitiéndole guiarse dentro de él. Era como si aquel fuera un bosque cristalizado, real pero a la vez imaginario, como la instantanea de un recuerdo vívido.

Poco tiempo pasó hasta que vio que, después de girar por un recodo del camino, el bosque llegaba a su fin y se abría un claro mucho más pequeño que el anterior y que, claramente, terminaba en un precipicio. Cuanto más se acercaba, más le daba la sensación que, contra la tenue luz de la Luna y las estrellas, había alguien sentado en el borde del precipicio.

Y, efectivamente, allí había alguien sentado de espaldas a él, fumando lo que parecía una larga pipa y mirando hacia las estrellas. Ante la figura se extendía un paisaje que le era bien familiar: unos oscuros bosques que bordeaban el comienzo de la cadena montañosa de Ilmaren.

La reconoció al instante.

La luz de la Luna arrancaba débiles destellos rojizos de sus cabellos, los cuales se hallaban suavemente posados sobre su estrecha espalda. Observó la larga y delicada mano que mantenía la pipa unida a sus labios, y sintió un profundo estremecimiento en su interior. Era tan blanca que era como si una estrella hubiera cogido la forma de una larga pluma suspendida, de forma irreal, en el aire como el recuerdo de un sueño.

Se le cayó la guitarra de la mano, creando un estruendo semejante a un disonante trueno.

Nuán tuvo la impresión que Mirta se tapaba la boca con su mano libre mientras sus hombros parecían seguir un movimiento rítmico, pero no estaba muy seguro. Lo que sí era cierto es que se había quedado plantado en el suelo, temblando, como un árbol que sabe que está a punto de ser derribado por un rayo.

La joven, después darle otra calada a la pipa, carraspeó.

-Que sepas que me estoy esforzando con todas mis fuerzas para no abrazarte... - ahogó una risita que murió entre sus dientes – Pero es que así estás tan adorable...

Nuán sintió como un intenso calor le recorría ambas mejillas.

-Vaya...no sabía que tuvieras ojos en el cogote.

Mirta se giró hacia él y lo miró de arriba a abajo, en silencio. Con aquella oscuridad, a pesar de la luz de la Luna, no podía discernir ningún rasgo de su rostro, pero podía sentir con fuerza su mirada, recorriendo como unos finos e invisibles dedos todo su cuerpo.

Apretó los puños y sintió un intenso escalofrío bajándole por la espina dorsal. Aquel lugar, aquella mirada, aquella burbuja de tiempo en la qué se hallaban inmersos...

El joven, reaccionando a la ténue pero implacable ola de calor que había invadido sus entrañas, distendió sus labios y los abrió dibujando una cálida sonrisa. Y, despegando sus raíces del suelo, echó a correr hacia ella y la estrechó con fuerza entre sus brazos. Ella pegó su cabeza contra su pecho y le rodeó también con sus brazos. Aquellos cabellos aún seguían oliendo igual, tenían aquel mismo perfume natural, una fragancia que nacía desde dentro de ella misma. Dentro de aquella burbuja parecía todo tan irreal y, a la vez, real, que su cabeza empezó a dar vueltas y más vueltas como un torbellino.

Ahora que la Luna les iluminaba a ambos, era el momento de zambullirse dentro de sus ojos, a ver hasta qué profundidad podría bucear dentro de ellos.

Se separó de ella y, agarrándole las manos con suavidad, la miró a los ojos. Aquellas dos turquesas abiertas de par en par le sonrieron de una forma que unos labios no saben dibujar. Cuánto más se sumergía en ellos, más sentía su alma vibrar, aquel alma que llevaba tanto tiempo sin sacudir.

Sin mediar una sola palabra, ambos se echaron a reir, cogidos de las manos.

Y comprendió que lo único que había de irreal allí, era el tiempo.